La noche llega despacio,
como quien no quiere interrumpir lo frágil,
y se cuela por las ventanas
con olor a pan caliente y a tiempo compartido.
Las calles callan distinto,
no es silencio:
es respeto por lo que late adentro de cada casa.
La mesa se vuelve territorio sagrado,
no por lo que tiene encima
sino por lo que falta y aún así se nombra.
Hay sillas que pesan más que otras,
nombres que se dicen bajito,
sonrisas que esconden lágrimas
y lágrimas que aprendieron a sonreír.
Las luces titilan como recuerdos inseguros,
algunos felices,
otros con bordes que todavía duelen.
Esta noche todo convive:
la risa fácil, la nostalgia,
el perdón que tarda
y el abrazo que llega sin pedir permiso.
El tiempo se quiebra.
El ayer se sienta al lado del hoy
y el mañana escucha atento.
Somos niños otra vez por un instante,
esperando algo,
aunque no sepamos bien qué.
Tal vez paz.
Tal vez volver a creer que alcanza.
Nochebuena no exige perfección,
no pide casas completas ni corazones enteros.
Solo pide presencia.
Mirarse de verdad.
Escuchar sin apurarse.
Decir “te quiero”
como si fuera urgente.
Afuera, el cielo guarda sus secretos,
adentro, el alma baja la guardia.
Las heridas se toman descanso,
los miedos se sientan en un rincón
y la esperanza —desobediente—
prende una luz donde parecía imposible.
Que esta noche abrace a los que faltan,
acompañe a los que luchan,
y encuentre a los que se perdieron.
Que nadie se vaya a dormir sin sentirse visto,
sin sentir que importa.
Porque Nochebuena no es una fecha:
es el instante en que el amor,
aunque cansado,
decide quedarse.