Aún recuerdo tu piel
como se recuerda el calor
cuando ya no hay luz.
No era solo tocarte:
era incendiarme
en el espacio exacto
donde tu sombra me cubría.
Tus tatuajes ardían
bajo mis dedos
como palabras prohibidas.
Cada línea tuya
era una advertencia
que yo elegí ignorar
con el cuerpo abierto
y la mente rendida.
Tu mirada —
esa forma obscena de mirarme—
me desarmaba antes del primer roce.
Sabías sostenerme al borde,
hacerme temblar sin prisa,
leer mis respiraciones
como si fueran instrucciones.
Había algo salvaje en tu cercanía,
algo que me hacía perder el nombre.
No me tomabas:
me encendías
hasta que yo misma pedía
arder un poco más.
Y cuando te ibas,
el calor se quedaba en mí,
como una culpa deliciosa,
como una marca invisible
que aún hoy
me late entre las piernas del recuerdo.
No te pienso con nostalgia.
Te pienso con fuego.