D. Méndez

Indómita

Aún recuerdo tu piel

como se recuerda el calor

cuando ya no hay luz.

No era solo tocarte:

era incendiarme

en el espacio exacto

donde tu sombra me cubría.

 

Tus tatuajes ardían

bajo mis dedos

como palabras prohibidas.

Cada línea tuya

era una advertencia

que yo elegí ignorar

con el cuerpo abierto

y la mente rendida.

 

Tu mirada —

esa forma obscena de mirarme—

me desarmaba antes del primer roce.

Sabías sostenerme al borde,

hacerme temblar sin prisa,

leer mis respiraciones

como si fueran instrucciones.

 

Había algo salvaje en tu cercanía,

algo que me hacía perder el nombre.

No me tomabas:

me encendías

hasta que yo misma pedía

arder un poco más.

 

Y cuando te ibas,

el calor se quedaba en mí,

como una culpa deliciosa,

como una marca invisible

que aún hoy

me late entre las piernas del recuerdo.

 

No te pienso con nostalgia.

Te pienso con fuego.