Nos acercamos
no por plenitud,
sino por miedo al eco
de nuestra propia voz.
Decimos te amo
como quien firma un armisticio
contra la soledad,
no como quien vence algo.
Dos cuerpos coinciden,
dos historias negocian,
dos carencias aprenden
a convivir sin nombrarse.
Nos miramos a los ojos
buscando confirmación,
pero solo vemos reflejos
pidiendo ser sostenidos.
El vínculo promete abrigo,
pero no garantiza compañía.
A veces es solo
un acuerdo silencioso
para no enfrentar
el vacío en solitario.
Dormimos juntos
y cada uno sueña
desde su propia intemperie.
Ni el amor invade el sueño.
Ni el otro llega tan hondo.
Nos tocamos
para asegurarnos
de que aún estamos aquí,
no para fundirnos.
La fusión es un mito.
La cercanía, una tregua.
El verdadero miedo
no es perder al otro,
sino descubrir
que nunca estuvo
donde lo necesitábamos.
Que incluso en el gesto más íntimo,
en la palabra más cuidada,
en la promesa mejor dicha,
seguimos siendo
dos soledades educadas
para no asustarse.
Tal vez amar
no sea llenar el vacío,
sino sentarse a su borde
con alguien
que también tiembla
y no huye.
Y aceptar,
con una lucidez que duele,
que el vínculo
no nos salva del abismo,
pero a veces,
solo a veces,
nos permite mirarlo
sin caer.