Comprendí tarde —como casi todo— que la mesa no estaba puesta para nosotros sino para el tiempo. Los platos repetían una geometría antigua, heredada de otras cenas que creyeron ser únicas. Nadie hablaba del origen de la celebración; todos actuaban como si el rito se justificara solo, del mismo modo en que se acepta un sueño mientras dura.
El árbol, a un costado, insistía en su falsa verticalidad. No adornaba la sala: la vigilaba. Cada esfera reflejaba la escena con una leve deformación, como si corrigiera una versión anterior. Me vi multiplicado en esos espejos menores y entendí que la familia no es un conjunto de personas sino de repeticiones.
Alguien brindó. El gesto fue exacto, inevitable. Supe entonces que ya había ocurrido —en otra casa, en otro año— y que volvería a ocurrir cuando esta noche fuese apenas una nota al pie. El vino sabía a memoria.
El lector —usted— tal vez crea observar desde afuera. Se equivoca. Está sentado a la mesa desde el primer párrafo. Su presencia explica la escena: sin su mirada, nada habría sido dispuesto. El silencio que sigue a cada frase le pertenece.
El niño del pesebre no nació para salvarnos sino para que la historia pudiera empezar de nuevo, con mínimas variaciones. Los regalos esperan a ser abiertos, pero no por curiosidad sino por obediencia. No abrirlos también es una forma de lectura.
Cuando la cena termine, nadie se levantará realmente. La mesa persistirá, idéntica, aguardando otra Navidad, otro lector, otra certeza falsa. Usted recordará haber estado aquí. Eso bastará para que vuelva.
Cuando la cena termine, nadie se levantará realmente. La mesa persistirá, idéntica, aguardando otra Navidad, otro lector, otra certeza falsa. Usted recordará haber estado aquí. Eso bastará para que vuelva.
Fernando Guerra
24 12 2025