Fernando Di Filippo Guerra

Navidad.

Esa noche supe —sin sorpresa— que la Navidad no ocurre en diciembre sino en la memoria.

 

El árbol, repetido hasta el cansancio por generaciones que creyeron celebrarlo por primera vez, era un símbolo menos inocente de lo que aparentaba: un eje vertical que unía el polvo del suelo con una estrella improbable.

 

Los regalos, cuidadosamente envueltos, no escondían objetos sino decisiones ya tomadas. Abrir uno era aceptar el pasado; dejarlo cerrado, una forma menor de rebeldía. Pensé entonces que Judas también había recibido un obsequio y que acaso lo abrió demasiado pronto.

 

El pesebre —ese teatro mínimo— reproducía una escena infinita: un niño que nace para ser contado, padres que saben y callan, animales que miran sin comprender y, al fondo, unos reyes que llegan siempre tarde. Me inquietó la posibilidad de que el verdadero milagro no fuera el nacimiento sino la insistencia en repetirlo.

 

A medianoche entendí que Dios, como los autores, prefiere el anonimato. Tal vez esa sea la lección secreta de la Navidad: que lo sagrado ocurre cuando nadie lo reclama y que toda fe es, en el fondo, una lectura.

 

Apagué las luces. En la oscuridad, la casa siguió celebrando sin mí. O quizá —pensé con una leve inquietud— yo era apenas uno de sus adornos.

 

 

 

Fernando Guerra

24 12 2025