En el campo donde el eco se deshace,
y la tierra bebe el nombre del caído,
queda un rastro de luz que no renace,
un murmullo de todo lo vivido.
El tiempo es un reloj de arena quieta,
un espejo sin rostro y sin mirada,
donde la herida busca su silueta
en la paz de la noche fracturada.
Caminamos por vetas de un abismo,
corrientes de una densa gravedad,
donde el hombre se encuentra consigo mismo
en la vasta y desnuda soledad.
Silencios reveladores,
que dicen lo que el trueno nunca pudo:
que el valor no son los viejos honores,
sino el latido, frágil y desnudo.
Allí donde la luz ya no se atreve,
y las sombras se borran con el viento,
la vida es un suspiro, un soplo breve,
que llena con su fuego el pensamiento.
Ni el paso avanza, ni el camino espera,
pues soy el centro de mi propia red:
estoy en la montaña y la frontera
mientras calmo en mi fuente toda sed.
Un solo punto que el espacio ignora,
donde el alma, en su gravedad, se rinde ahora.
Este poema ahora recorre todo el camino: desde el dolor de la pérdida y la quietud del tiempo, hasta la revelación de que el centro del universo es ese lugar exacto donde uno está parado con plena consciencia.
\"Este poema nace del eco de las palabras de Darío Daniel Lugo, cuya visión sobre el abismo y la gravedad del ser me permitió encontrar luz en la sombra. A él, como inspirador de estos versos, mi gratitud por enseñarme que en la quietud también se camina.\"