En el sur se desgarra el mapa, donde el mundo termina, allí el sol es una hoguera que no sabe consolar. Nos separa un mar de ausencias, de kilómetros y espina, mientras tú, Capitana de roca, te lanzas a navegar.
Qué ironía tan amarga que el alivio sea veneno, que el frío invada tu sangre para darte una luz más, inyectando en tus arterias este invierno ajeno y pleno, que te roba la sonrisa... pero no tu paz jamás.
Cumplí treinta y nueve vueltas, madre, raíz de mi vida, y hoy cargo esta paradoja que me quema la razón: cuanto más hombre me siento, más es el alma perdida la que busca aquel refugio que en tus brazos se durmió.
Este diecinueve urgía, como el suelo la marea, que tu voz me rescatara de este exilio tan tardío; tú entregas la piel al rayo, yo el pecho a la odisea, unidos por el abrazo que nos guarda del vacío.
Te admiro allí sentada, con tu corona de guerra, disfrazando con sonrisas lo que el cuerpo te encadena. No hay cáncer que hunda el oro que el amor desentierra: tu fe es un muro de acero que derrota cualquier pena.
Eres el timonel ciego que no le teme al abismo, tu mano aprieta el timón con un pacto de lealtad; tú eres la cura y el puerto, tú eres el cataclismo que le enseña a la muerte el peso de tu voluntad.
Me duele saberte lejos, con esta distancia clara, querer ser el brazo firme y ser solo una oración. No hay para este hueco, madre, medicina que sea cara: que tu pulso le gane el pulso a la propia confusión.
Navega, mi vieja linda, que mi amor empuja el viento, yo seré el faro constante que te espere en el regreso. Tú eres el barco triunfante, yo tu acompañamiento, que te abriga desde niño... con el alma en cada beso.
Te amo, mamá hermosa. Con gran amor y admiración, tu hijo,
JTA.