Me sentaba despacio en la mesa,
como quien pide permiso al llegar,
con los hombros cargados de vergüenza
y el hambre escondida en el paladar.
Aprendí temprano a guardar certezas
que oprimen el pecho sin avisar,
las que enseñan a honrar la gentileza
de quien da sin pedir, sin preguntar.
En casa ajena la arepa tibia quema,
y el miedo te detiene al masticar;
se come lento, no por la pena,
sino por no parecer necesitar.
“Mita” servía sin decir mi nombre,
me llenaba el plato hasta rebosar;
sabía que el hambre no pide voces,
y que nombrarla era avergonzar.
Bajé la mirada muchas veces,
no por desprecio ni por dudar;
era una forma humilde de rezo,
de agradecer lo que no podía pagar.
Nunca dije cuánto me sostenían,
ni cómo me salvaban al pasar;
pero en mi silencio entendí la vida:
hay casas que no son tuyas
y aun así… te enseñan a amar.
Jesús Armando Contreras