Nace en tu mano un puente de claro relámpago,
una escala de fuego que busca el asombro de tu piel,
y allí mismo se rinde, muere en su propio naufragio,
como si el cielo, cansado de ser altura, se hubiera desgranado, lento, entre tus dedos, dejando su azul abstracto.
Es una harina celeste la que te habita,
un derrumbe de astros (un desplome de soles) que el tacto convierte en ceniza,
mientras el día se deshace como un racimo de uvas
en la cuenca pequeña y total de tu mano...
como un cristal herido que no sangra, sino que nombra el rojo del vino, el ámbar del polen y el violeta del frío.
Allí se rinde el rayo, frente al linde del hueso, muere su luz de tarde en tu palma desnuda, como si el alto cielo, por el peso del tiempo, se deshojara humilde, por fin sombra y ceniza, vuelto rastro de un sueño.
Bonita, tu mano no toca el mundo, lo traduce en un lenguaje de espectros: un incendio de siete colores que no quema, un naufragio de prismas donde el día, por fin, se detiene.
m.c.d.r