Algo salió mal
cuando el instinto aprendió a mirarse.
El cuerpo estaba listo para vivir:
comer,
huir,
reproducirse,
dormir sin preguntas.
Pero la mente apareció
como un exceso,
una mutación innecesaria,
un espejo instalado
en una habitación que no lo pidió.
La conciencia no vino a salvarnos.
Vino a narrarnos la herida.
Nos dio lenguaje
para describir el miedo,
memoria
para revivirlo,
y futuro
para anticiparlo sin descanso.
El animal muere.
El humano sabe que va a morir
y empieza a hacerlo
mucho antes.
Pensar fue un lujo biológico
que el sistema no supo costear.
Un software ejecutándose
en una carne incapaz de soportarlo.
Por eso la ansiedad,
por eso el vértigo,
por eso la nostalgia de algo
que nunca ocurrió.
Mientras el ciervo huye
y el ave migra,
nosotros calculamos el sentido,
dudamos del propósito,
y sufrimos por abstracciones
que no sangran
pero no cicatrizan.
La conciencia creó el arte,
sí.
Pero al precio de la calma.
Creó la ciencia,
sí.
Pero nos quitó el silencio.
Somos una especie
demasiado despierta
para descansar
y demasiado lúcida
para creer del todo.
Quizás no somos la cima,
sino la advertencia.
No el triunfo de la evolución,
sino su experimento más costoso.
Un error elegante.
Una anomalía pensante.
Un animal que se pregunta
por qué existe
mientras aprende,
demasiado tarde,
que vivir
no requería explicación.