Firmamos sin leer,
como se firman los días.
Nadie nos puso la pluma en la mano:
la tomamos solos,
con la ilusión de que el cansancio era vocación.
Despertar temprano
para comprar tiempo muerto.
Vender horas limpias
a cambio de objetos que prometen algo
que nunca especifican.
Construimos torres
para guardar papeles
que certifican
que existimos correctamente.
Sonreímos en el ascensor,
ese santuario del silencio pactado,
donde todos sabemos
que no queremos saber
en qué se nos fue la vida.
Trabajamos para no caer,
no para llegar.
Corremos para no pensar,
no para avanzar.
El éxito es un traje
que aprieta siempre en el mismo lugar:
el pecho.
Respiramos corto
para que no se note.
Decimos así es la vida
como quien reza
a un dios cansado
que ya no escucha
pero cobra igual.
El que se detiene
rompe el hechizo.
El que pregunta
pone nerviosa a la sala.
El que nombra la futilidad
se convierte en amenaza.
Porque si esto no tiene sentido,
si todo este ruido
no conduce a ninguna parte,
entonces
¿para qué el sacrificio?,
¿para qué el desgaste?,
¿para qué la espera?
Así que seguimos.
No por fe,
sino por miedo.
Y cada día renovamos el pacto,
no con palabras,
sino con gestos:
el despertador,
la corbata,
la sonrisa entrenada.
Un acuerdo silencioso
entre millones de extraños
para fingir juntos
que esto,
todo esto,
vale la pena.