Mariana araceli Britez riveros

Pingüino

—Una experiencia maravillosa— pensé el primer día, mientras me convencía. La sombría necesidad se desvaneció con la luz del día. Y mentía.

 

Los días pasaron. Mediados de noviembre llegó como una danza de salón: elegante, pausada y a veces agitada. No culminó con una ovación, ni mucho menos. Así se presentó diciembre, ajeno, distante, y con tanto frío y necesidad que todo se te metía en los huesos; pero no había más tiempo que el de la añoranza.

 

Enero llegó suave, con semblante de guerrero arrepentido. Apareció él por segunda vez, envuelto en la piel del hombre elegante que, esta vez, tendería su mano para prometerme una vida. Y ahí, en medio del torbellino de emociones, asentí. Le enseñé mi vulnerabilidad y mi predisposición. Asentí, sí, con miedo y avergonzada. Para mi sorpresa, él me aceptó y cubrió mi herida abierta con un beso. Como un príncipe, tomó mi alma y mi cuerpo.

 

Su mirada no era evasiva. Saborear sus besos, aunque efímeros, era saborear esperanzas cargadas de ilusión: bellos y, en el sentir, amorosos. Su fealdad era un conjunto de atractivas virtudes.

 

Más allá de la emocionalidad que yo respiraba de nuevo, me sorprendía su racionalidad, envuelta en seriedad y determinación. Su inteligencia parecía frágil ante su cultura, y esos elementos, aunque diferentes a todos los que había visto, me fundían poco a poco en deseo.

 

Su mente me pareció implacable, como un caballo salvaje e indomable. Esa magia hacía que su desventajoso atractivo pasara a un segundo plano. Su personalidad era la pluma, y mi disposición, el papel. Sin embargo, no existe la perfección, y mi vida era un preocupante malvivir. Entonces, en vez de ser un problema —como podría ser su falta de atractivo—, él era una solución que, en los ojos adecuados, podría ser lo más bello. Todo parecía empujar a un destino singular: nosotros.

 

Mis desgracias quedaron como un proyecto a moldear, y su sabor dulce hacía de mi tempestad un estado temporal e insignificante, porque mi valor radicaba siempre en mi interior.

 

Tan convincente parecía todo, que mi salud mental —dolencia que me seguía desde hacía dos años— la redujo a una interacción intelectual y pragmática. La redujo a la nada, afirmando que, si me mantenía en la medicación, mi salud se rompería y él no sería testigo de ello.

 

Me dio a elegir, y yo decidí: en nombre del idílico amor, no continuar la terapia.

 

Y entonces rubricé el pacto con las palmas de mis pies, inducida a un camino que se presentaba como una obra inacabada, como un juramento eterno.

 

Allí estuve. Como cada noche, que se mantenía como fuegos artificiales en nuestro interior, con la brisa fría pero acertadamente cálida que mis ojos ingenuos contemplaron al alba. Vi a mi lado el mar traicionero, donde él tuvo el detalle de capturar el momento en mis espaldas. Allí, consolada por sus promesas, dejé de pensar en este mundo rocoso atrapado por el mar imponente.

 

Se acercó suave, y no recuerdo nada más que aquella sensación de estar, por fin, viva; y vaya que lo estaba. Me esmeré y pinté su vida con detalles de esfuerzos farragosos pero cargados de significado: “Eres tú, solo tú y yo”.

 

Entonces algo turbió las aguas de nuestro pozo. Me pregunté: ¿cómo es posible si solo accedimos nosotros dos? Solo él y yo sabíamos el secreto de ese pozo, escondido con tanto valor emocional. Por nuestra historia intensa y real, sabíamos que su existencia hacía que nuestros mundos no giraran ajenos y remotos, como nuestro sistema solar. Y ahora estábamos remotos como dos extraños, sin que yo pudiese hacer nada.

 

Me quebré, y resté importancia al primer impacto de la ola. Un dolor agudo, sin querer me dañó, así lo supuse. Y no iba a permitir que mi dolor borrara lo vivido por una nimiedad. Esa experiencia idílica de haber permanecido en un destino singular por manifestación de fuerzas superiores debía continuar; después de todo, nadie es perfecto.

 

No. Me negué sutilmente, y volví, esta vez con pinceles, óleo y dos o tres cuadros. En el primero pinté una mujer desnuda de espalda, sentada mirando el horizonte. Olvidada por sí misma, anulada por su propio dolor en defensa de una ilusión.

 

Pinté también otro cuadro donde estaba el dolor vivo de la pérdida prematura de mi segundo hijo. Aborto que él, como pluma, determinó.

 

Allí, en la suciedad, le vi, pero me negué a aceptarlo. Podía más en mí la ilusión del cambio, de la manifestación perenne y no pasajera de un acto deshonrado.

 

—Es culpa del destino —pensé, invirtiendo los papeles a una cuestión del azar. Mentí.

 

Y desperté una mañana a su lado, y me llenó de euforia recordarle: un hombre con el mismo rostro de amor recorriendo mis venas con dulzura de emoción. Esa misma que él podía encender y apagar como el curso del día y la noche, decidido por el cauce natural de las cosas.

 

Acepté. Y quizá por la noche anterior, mi euforia era distinta, y me convertí en niña dispuesta a hacerlo reír, aunque fuera efímeramente, como siempre lo fueron sus besos.

 

Y me subí encima, escalando sus partes, con la claridad que solo se tiene cuando ves a alguien y ya no te obnubila la magia y el hechizo del enamoramiento, y decides seguir por voluntad; en términos más adecuados, por amor. Aunque en mí, en esos momentos, no era evidente, tal y como lo es viéndolo en retrospectiva: un fruto que creció podrido.

 

Decidí, y él lo notó. Entonces fui al jardín y, mientras me ocupaba de las plantitas que, con amor —herencia del matrimonio de sus abuelos—, se mantenían; pese a la rigidez y el descuido, su necesidad predominaba; seguían insistiendo, aunque fuera remota, por una oportunidad.

 

Y no vi las señales. En ese sentido, todavía seguía ciega y perdida en un tablero donde él me movía a voluntad y poder.

¿Era yo mi mundo rocoso atrapado por su mar?

 

Cedí. Y continué la labor con la determinación de los dos.

 

Ocurrió entonces mi temor más recóndito y él, al parecer, tocó una y otra vez, sin ceder.

Ya casi eran ecos sus pasos;su olor parecía difuminarse en cada mañana. Llegaba del trabajo pero ausente. Y ahí, no solo me encontraba con la luz del día aplacando mi rostro. Sin representación, me sabía horrorosa y difícil de tratar. Cerraba las persianas para no lidiar con su luz, esta antes recordaba mi necesidad, ahora hacía mísero mi día solo para recordarme lo que me estaba faltando.

 

Él salía sin mí. No tenía planes conmigo. Me obsesioné con sus mensajes sospechosos, con sus llamadas inesperadas a deshoras. Lo que antes era un acto defensor, se volvió una táctica más.

No.Quería echar la culpa a alguien, tal como lo hice con el destino. Era imposible saborear el cianuro de realidad. 

Y sus pequeñas estrategias,visiblemente nuevas, mantenían el curso inevitable de lejanía, como los planetas que en su órbita se van alejando con insignificantes cambios, pero se alejan.

 

Y desesperé. Entré en ansiedad constante y empecé a consumirme en delgadez, a falta de medicación. Mi estado de salud empeoró tanto, y yo claudiqué ante lo pasajero, lo fugaz y lo puntual. Mi cuerpo gritaba todo aquello que yo callaba y negaba.

 

Cuando ocurrió, las discusiones eran más intensas que nuestros gestos de cariño. Nuestro tiempo de calidad, nuestras sonrisas y nuestras conversaciones profundas se reducían a destellos de una época que parecía atemporal. Eran solo pocos meses de lucha y huida —justifiqué—.

 

Y se redujo mi vida a él. Y cedí. Me quedé por las promesas; la culpa me atenazaba y me mantenía con más fuerza que sus palabras dulces. Cada vez que hablábamos, había un sí, pero...

Y me hundí de lleno en espera.Igual, mi salud mental yacía en él, en ensoñación como consuelo al trágico desvanecimiento.

 

Esperé su dosis aunque sea envuelta en un embuste; él se volvió una pieza indiscutible de mi paz y el quebranto evidente de mis infortunios.

 

¿Qué me pasó? ¿Qué hice? ¿Por qué?

Y sus palabras y argumentos llenaban cada formulario de mis extensas preguntas,retumbaban cual tambor en mi memoria, se manifestaban en cada paso, en cada instante a su paso.

 

Igual que unas huellas en el desierto se quedan olvidadas por la acumulación de arena y viento, así, poco a poco, la memoria eliminó los bellos momentos para estar expectante.

 

Y el tiempo no para, los planetas siguen su natural distancia, ajenas y solitarias, el mundo sigue girando a su pesar y yo... perdida en nada. Sí, aposté por un caballo de Troya. ¿Y tú, qué harías?

 

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