Nadie se dio cuenta
de que sonreía para no caer,
de que hacía chistes
para no hablar del peso
que me doblaba la espalda por dentro.
Nadie se dio cuenta
de que mis silencios no eran vacío,
eran gritos educados,
eran palabras cansadas
de no ser escuchadas.
Caminé entre todos
como quien cruza una ciudad en ruinas
con flores en los bolsillos,
ofreciendo color
mientras el polvo me llenaba los pulmones.
Lo que nadie vio
fue la batalla diaria
entre rendirme
o seguir creyendo,
entre cerrar el corazón
o dejarlo abierto
a pesar de las heridas.
Nadie notó
que aprendí a ser fuerte
porque no tuve opción,
que maduré temprano
porque la vida no esperó
a que yo estuviera listo.
Lo que nadie se dio cuenta
es que también tuve miedo,
que dudé de mí,
que me sentí pequeño
en un mundo que exige grandeza
sin preguntar si duele.
Aplaudieron mi calma
sin saber que era resistencia,
admiraron mi paciencia
sin notar que estaba hecha
de noches largas
y pensamientos sin descanso.
Nadie se dio cuenta
de cuántas veces me despedí en silencio
de personas que aún estaban ahí,
de sueños que ya no podían sostenerse
con solo esperanza.
Pero sigo,
no por costumbre,
sino por fe en algo que todavía no veo.
Sigo porque entendí
que no todo lo valioso
necesita ser comprendido.
Y quizá algún día
alguien se dé cuenta,
o quizá no.
Pero yo sí lo sé:
sobreviví a cosas
que jamás conté,
y eso
también es una forma de victoria.