Aguas abyectas, sólidas y frías
recubren el alma, antaño limpia,
no pura, no inmaculada
pero transparente, un día.
Alma que se dejó llevar
por un viento pegajoso,
cargado de lascivia y desenfreno,
aterrizando de bruces en el cieno
se impregnó del hedor
de la lujuria.
Se hundió mas y mas en la agonía
de ver como su esencia se perdía.
Atravesando la oscura frontera,
que juró y perjuró no cruzaría.
Por mas que trataba de salir,
su cuerpo, herido y débil,
le pedía zambullirse
en esas aguas infectadas.
Esa voz, que un día se erigió
como fiel y dulce amiga,
le abrió la puerta a
la oscuridad mas pervertida.
Y así vivió, por tiempo incontrolable,
imperceptible a las ajenas miradas,
ante todos seguía siendo
aquella alma, dulce, tranquila.
Consiguió poner una cortina
ocultando la verdad
que tras sus ojos había.
Era y es, su secreto mas guardado,
porque cuando vuelve a ver la luz,
en momentos de descanso,
la vergüenza, es tal y tan aplastante
que ni valor tiene
para al espejo mirarse,
por no ver el sucio reflejo
de la oscuridad que la envuelve.
Vive en una penumbra tan fuerte
y en un dolor tan lacerante,
que no le permiten acercarse
a la fuente donde pueda beber
el agua de la salud permanente.