Fernando Di Filippo Guerra

Un libro que nunca existió.

El manuscrito que sigue fue hallado —según afirma el editor— entre papeles heterogéneos que no merecen confianza: traducciones inconclusas, listas de libros no leídos y una breve refutación del libre albedrío atribuida a un tal F. Nadie ha logrado precisar si ese inicial designa a un autor, a un copista o a un lector tardío.

 

El texto parece comentar una obra previa que no se conserva. A veces la resume, a veces la contradice, a veces la corrige con una severidad que delata intimidad. En una nota marginal, escrita con tinta más débil, se lee: “No importa si esto ocurrió; importa que insistí”. El editor supone —sin pruebas— que esa frase no pertenece al libro, sino a quien lo leyó por última vez.

 

Abundan las referencias a autoridades improbables: un tratado sobre la culpa de Anselmo el Menor (siglo XII), una edición de Los actos inútiles de De Quincey que ningún catálogo registra, y un comentario de Schopenhauer según el cual la identidad no es una sustancia, sino una superstición persistente. Todas las citas son plausibles; ninguna es verificable.

 

El núcleo del manuscrito sostiene una tesis modesta y devastadora: que cada hombre edita su vida como se edita un libro ajeno, suprimiendo lo incómodo, justificando lo repetido, atribuyendo al destino lo que fue mera preferencia. El autor no condena este procedimiento; lo describe como inevitable.

 

La última página está incompleta. Solo conserva una línea que parece ajena al resto:

“Quien crea reconocerse aquí, se equivoca: este texto no refleja una vida, sino su insistencia.”

 

Ignoramos si la obra concluye allí o si esa frase fue añadida por alguien que necesitaba creer que el libro hablaba de otro.

 

Conviene aclarar —aunque ya es tarde— que el libro al que aluden las páginas anteriores no fue escrito. No hay manuscrito, no hubo autor, no se perdió ningún volumen. Todo surgió de una lectura defectuosa, acaso de una costumbre: la de atribuir forma a lo que persiste.

 

Un lector —cuyo nombre carece de importancia— creyó reconocer en una sucesión de días un argumento. Donde hubo reiteración, vio estilo; donde hubo renuncia, vio carácter; donde hubo miedo, leyó prudencia. Esa lectura, sostenida durante años, produjo la ilusión de una obra coherente.

 

La erudición citada es espuria, pero no más que la memoria. Las autoridades inexistentes no difieren de las reales en un punto esencial: ambas sirven para aplazar una decisión. El prólogo apócrifo, el epílogo contradictorio, la confesión retirada, no fueron recursos literarios, sino intentos de corregir una interpretación que ya estaba hecha.

 

El error final consistió en suponer que la verdad debía adoptar forma de texto. No la tuvo. Fue un modo de leer. O peor: una forma de perseverar.

 

Si algo queda, no es una enseñanza, sino una advertencia trivial: vivir es interpretar sin garantías. Quien busque el libro hará bien en abandonarlo. Ya ha sido leído.