El Sol despertó primero,
con su fuego dorado abriendo los cielos,
y al mirar la vastedad del universo
descubrió una silueta plateada,
la Luna, que danzaba en silencio.
Ella, tímida y serena,
se ocultaba entre nubes como velos,
pero sus ojos reflejaban mares,
y su piel era un espejo de estrellas
que temblaban al roce de su aliento.
El Sol la amó desde el inicio,
con la fuerza de un incendio eterno,
y la Luna lo amó en secreto,
con la ternura de un suspiro
que nunca se atreve a romper el silencio.
Pero los dioses del tiempo,
celosos de tanta pureza,
los condenaron a caminar separados:
él, dueño del día;
ella, guardiana de la noche.
Así nació la distancia,
ese abismo que los une y los hiere,
ese ciclo que los acerca en eclipses,
cuando por un instante se tocan,
y el universo se detiene para mirar.
En cada amanecer, el Sol la busca,
dejando promesas en los horizontes;
en cada ocaso, la Luna lo espera,
tejiendo nostalgias con hilos de plata.
Y aunque nunca puedan vivir juntos,
su amor ilumina la eternidad:
él arde para que ella brille,
ella sueña para que él despierte,
y en ese intercambio de fuego y calma
se sostiene la vida del mundo.
El Sol y la Luna, amantes imposibles,
separados por destino,
unidos por deseo,
y recordados por cada corazón
que alguna vez amó en silencio.