La noche vuelve
cuando ya no queda nadie
que me diga qué sentir.
Vuelve despacio,
como si supiera
que estoy cansado de explicarme.
El mundo insiste en medirnos,
en ponerle nombre a todo,
pero hay heridas
que no quieren diagnóstico,
solo tiempo
y un lugar donde quedarse quietas.
Aprendí que el silencio
no es ausencia,
es un idioma antiguo
que solo entienden
los que alguna vez se rompieron
sin hacer ruido.
El pasado no avisa cuando regresa,
se sienta en cualquier recuerdo
y prende la luz.
A veces duele,
otras veces enseña,
pero siempre exige
que lo mires de frente.
Hay palabras que escribo
como quien deja migas de pan
para no perderse a sí mismo.
Porque uno también puede extraviarse
dentro de su propia historia.
No todo lo que sangra es final,
hay dolores que afinan el alma,
que la vuelven más humana,
menos arrogante
ante la fragilidad ajena.
Yo vi promesas romperse
sin hacer escándalo,
vi despedidas quedarse a vivir
en la rutina,
vi abrazos convertirse en recuerdos
sin transición.
Y aun así,
sigo creyendo.
No porque sea fácil,
sino porque rendirse
sería traicionarme.
Escribo para no endurecerme,
para que el cinismo no me gane,
para recordar que sentir
también es una forma
de valentía.
Si mañana no estoy bien,
que se note.
Que mi tristeza no pida permiso,
pero tampoco destruya.
Que me atraviese
y me deje mejor hecho
que antes.
Porque al final,
no se trata de sobrevivir intactos,
sino de aprender
a convivir con las grietas
y llamarlas hogar.
Y cuando todo calle,
cuando el ruido del mundo se apague,
ojalá me encuentre conmigo
sin tener que defenderme.
Ahí,
donde aprende el silencio,
yo sigo.