Luis Barreda Morán

La Maldad Humana: Estrategias de La Maquinaria Lúgubre

La Maldad Humana: Estrategias de La Maquinaria Lúgubre

 La maldad humana se percibe en un ademán premeditado y gélido
que solo persigue el beneficio personal sin considerar el perjuicio infligido,
una penumbra callada que avanza con paso firme y mesurado,
y en su interior no resuena el gemido del dolor que ha diseminado;
solo mora una ausencia donde lo noble fue aniquilado.

Su sonrisa es un trazo sin calor ni auténtica claridad,
una careta que esconde el propósito de lacerar y aniquilar.
Sus vocablos son puñales que la fe van a quebrantar,
y en sus acciones no se distingue ningún asomo de pesar,
solo la voluntad de proseguir provocando padecer.

Se desplaza entre la multitud sin percibir su júbilo o su aflicción,
como una nave sin gobierno que no consigue arribar a ningún muelle.
Su corazón es un pedernal que ningún afecto ha logrado ablandar,
y observa las miradas ajenas sin lograr reconocerse en ellas,
aprisionado en su personal y aislado alcázar.

Emplea el poder que detenta como un azote y no como un apoyo,
para someter voluntades y grabar con fuego su señorío.
Su único deleite brota del desamparo ajeno y del recorrido
que deja a su espalda, colmado de escombros y de juramentos quebrantados,
entrelazando con fibras sombrías sus apremiantes y ruines triunfos.

Su intelecto diseña estrategias con exactitud de maquinaria lúgubre,
donde cada componente acciona una parte de su juego despiadado,
y concibe a las personas como un mero instrumento o un suceso trivial,
un recurso para exprimir hasta consumir su última centella,
sin otorgar estima alguna a su presencia.

La compasión resulta para él una lengua extraña e ininteligible,
una resonancia distante y carente de significado que su oído no capta.
Su ética es un páramo yermo donde ningún brote se asoma,
y donde la ventisca únicamente arrastra polvo de puro interés propio,
moldeando montículos de un constante escepticismo.

Desconoce la culpa ni el sonrojo que sucede a la ofensa.
Su soberbia es un alminar desde donde expele su menosprecio,
y nunca contempla la opción de transformar su insensible naturaleza,
pues en su reflejo solo divisa la efigie de un triunfador,
un cazador que se nutre con el desvelo y el espanto.

Siembra cizaña con sus falsedades diestras y sus manejos,
y se complace al presenciar cómo germina la sospecha y la contienda.
Para él, la concordia es una frágil e insulsa trivialidad;
solo la zozobra y el desorden otorgan un sentido a su potestad,
el deleite nocivo de observar al mundo incendiarse.

Es un artífice del sufrimiento que erige con dedicación y temple.
Cada pieza es un golpe artero, una felonía o una difamación,
y su obra cumbre es la desolación, la congoja y la afrenta;
un templo tenebroso donde no se pronuncia ningún tipo de clemencia,
solo la reverberación hueca de su propia falta de humanidad.

Quiebra los vínculos más sagrados con la impasibilidad de un ejecutor,
y desdeña las promesas de fidelidad, los acuerdos y la certidumbre.
Para él, el afecto es una quimera, una ingenua ilusión,
y lo cambia por dominio, por obediencia y por apropiación;
en su contabilidad emocional solo existe la negociación.

Su codicia no se aplaca con posesiones terrenales o fortunas.
Su auténtica aspiración es consumir la luminosidad de los demás,
extinguir el destello de pureza que en otros puede fulgurar,
y acaparar para sí toda la atención y la sujeción,
hasta dejar el mundo sin consuelo y sin benevolencia.

No hay vislumbre de contrición en su semblante inexpresivo
cuando examina el fruto de sus actos de ignominia,
solo la complacencia burda de quien perpetra una vileza
y ha conseguido su meta de imprimir su huella en el prójimo,
consumiendo cualquier vestigio de virtud como un viento abrasador.

Es un huésped dañino que absorbe la fuerza vital de su círculo,
dejando tras de sí fatiga, desengaño y resentimiento.
Y aunque edifique una fortuna o alcance una posición excelsa,
su espíritu mísero y reducido habita en la más profunda pobreza,
confinado en la celda de su personal e interminable contienda.

Así existe y obra este ser distante de toda misericordia,
un témpano aislado en medio del océano de la humanidad,
que con sus procederes niega nuestra vulnerable colectividad
y nos advierte, con su paradigma tan desalentador y tan severo,
el precipicio al que puede conducir el ánimo desprovisto de abrigo.

Pero la historia de su existencia es un soliloquio carente de elegancia,
porque al término solo permanece el resultado de su determinación:
una senda aislada sin afecto y sin auténtica comunión.
La maldad humana es ese yermo glacial en lo profundo del ánimo
donde todo lo extraño y lo íntimo queda desintegrado.

—Luis Barreda/LAB
Los Ángeles, California, EUA 
Diciembre, 2025.