CORRE, AMILAMIA, CORRE
La niña Amilamia corría y corría por el ligero
prado en pendiente del parque municipal
y, el día en que se despidió de su amigo el ingeniero,
le entregó un sobre con la dirección de su casa,
que este hombre joven, un muchacho inteligente
y comprensivo, no quiso abrir de inmediato,
sino algún tiempo después,
algunos años después, y, para entonces,
le pareció ingenua la nota,
y divertida, encantadora,
tanto que le hizo dar un salto hacia el pasado
y que, en su pensamiento, ocupó todo el espacio.
Y acto seguido tuvo la idea de dirigirse
este hombre todavía vigoroso
hacia la casa donde vivía Amilamia,
hacia allí precisamente, que era un lugar
que no le quedaba ni demasiado cerca
ni demasiado lejos.
Aunque, tal vez, tomó esta decisión un poco tarde
pues parecía lógico pensar que ya la niña graciosa
se habría convertido en persona adulta,
en una mujer rotunda,
y que habría perdido la ingenuidad
y la gracia en sus correrías por el prado.
Era un hombre todavía joven, sí,
pero no tenía suerte en la vida,
sino que se trataba por contra de un hombre improductivo,
en extremo dubitativo, por lo que quiso
aferrarse a este leve comienzo de esperanza,
a este principio de optimismo
como si la nota fuera algo así como un papel salvoconducto,
como una llave secreta que pudiera abrir,
tal vez, la cárcel de su imaginación.
Gaspar Jover Polo