La Voluntad —esa antigua impostora— simpatiza todavía con el Deseo, que alguna vez creyó llamarse Pasión. No ignora que el Deseo, cuando se precipita del arrebato al frenesí, confunde lo esencial con lo efímero y convierte el fervor en una forma elegante de la distracción. Hay instantes —quiméricos y breves— en los que la fogosidad, por un mínimo descuido, se transmuta en un silencio torpe, aturdido no por el misterio sino por la vulgaridad.
Así avanza, desubicada, esta marcha en el tablero incierto de las emociones: un soneto de rima impropia, sin la cadencia necesaria para arrastrar al Deseo hacia ese final que, acaso, ya contenía su principio. Porque todo final —lo sabemos— es una forma tardía del origen.
Será mañana, o será otro día, o no será. El tiempo, que gusta de las repeticiones, decidirá. Tal vez entonces, tomados de la mano —gesto mínimo y eterno—, deambulen entre ambos corazones las sombras del coqueteo, que no son menos reales por ser sombras.
Quieran Dios y el Amor —si es que no son el mismo— que así sea. O que, al menos, haya sido.
Fernando Guerra
18 12 2025
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