En lo alto del silencio,
un ave contempla el cielo.
Sus alas tiemblan,
deseosas de rozar las nubes,
pero el miedo le ata al suelo.
Sueña con horizontes lejanos,
con montañas que acarician el sol,
con mares que reflejan estrellas,
con vientos que susurran libertad.
Pero sus sueños se quiebran
en la jaula invisible del temor.
Cada pluma guarda un deseo,
cada latido, una esperanza.
Sin embargo, la sombra del abismo
le recuerda que caer duele,
que el vacío no perdona.
Así permanece, quieta,
mirando cómo otros vuelan,
cómo el cielo se llena de cantos
y ella solo guarda silencio.
No es falta de alas,
ni ausencia de cielo.
Es la prisión del miedo,
la certeza de que el intento
puede convertirse en caída.
Y en su pecho late una pregunta:
¿es mejor vivir sin vuelo,
o arriesgarse a perderlo todo
en un salto hacia lo desconocido?
El ave nunca lo supo.
Se quedó en la rama,
con los ojos llenos de cielo,
y el corazón lleno de vacio.