Silvana Ibáñez

Relatos íntimos de noches que vuelven II

Afinidades verdaderas

Estudiábamos juntos, éramos muy buenos compañeros; nos complementábamos con esa naturalidad que solo tienen las afinidades verdaderas. Además, compartíamos los mismos grupos de amigos y grupos políticos en la facultad. Él era atento y simpático, siempre con una sonrisa que iluminaba incluso los pasillos más fríos.
De contextura pequeña, delgado, moreno, con un humor suave y certero.

Yo, en cambio, de contextura media, piel clara, cabellos castaños oscuros que llevaba teñidos de negro y que caían lisos hasta la cintura. Una melena que todos admiraban y que a mí me costaba tiempo, dinero y paciencia.

Las horas de estudio transcurrían entre aulas desiertas que reclamábamos como nuestras o en mi casa, según el día. Recuerdo que una vez me prometió un guiso inolvidable, y así fue: no lo olvidé nunca. Siento que no hayan venido más guisos después de aquel.

Pasábamos tanto tiempo juntos que un día su mirada cambió. Fue un segundo, pero me atravesó. Yo, confundida, me pregunté qué pasaba por su mente. Tenía pareja, sí, pero llevaba meses lejos, desdibujándose entre llamadas cada vez más espaciadas y correos que parecían suspirar cansancio.

—¿Estás bien? —le pregunté.
—Sí —respondió, y volvió su mirada a los ejercicios.

Esa noche me llamó. Pensé que había olvidado algo, pero no: su voz temblaba con algo que no conocía.
—Me gustas… me gustas mucho —dijo de golpe.
Quedé inmóvil.
—Es natural —atiné a responder—. Pasamos mucho tiempo juntos. ¿Cómo te sientes con eso?
—Sé que es imposible, pero quería que lo supieras.
Le dije que lo quería muchísimo.
—Lo sé —respondió—. Pero yo… de otra forma.

El silencio fue breve, pero se extendió como un pasillo interminable.
—¿Quieres decirme que desperté algo en vos?
—Sí —dijo, casi en un susurro.
—Sabes que no puede ser.
—Lo sé.

Nos despedimos, pero en mi pecho quedó la certeza de que algo había cambiado para siempre.

No lo vi en días. Luego, supe que se había cambiado de carrera. Años después, que estaba haciendo posgrados en Brasil.
Yo terminé la facultad. Mi novio volvió, pero lo nuestro ya era un eco sin fuerza: sin química, sin deseo, sin amor.

Cosas inexplicables

Pasaron años antes de volver a saber de él. Por redes volvimos a encontrarnos. Luego vinieron los mensajes, las historias de vida, las comparaciones del “antes” y el “ahora”.
Ambos nos habíamos casado, sí… pero también, por esas cosas inexplicables de la vida, ambos estábamos divorciados. Dos historias que habían tomado caminos parecidos sin consultarnos, como si hubiéramos seguido siendo paralelos incluso en la distancia.
Todo habría quedado allí… hasta que un día nos vimos.

La alegría fue tan grande que casi dolió. El abrazo fue largo, como si el tiempo se hubiera detenido y nos devolviera a aquellos días en que nada era urgente.
Pero pronto me habló de su enfermedad: grave, limitante, atravesada por renuncias constantes. Ya no podía hacer muchas de las cosas que antes amaba, y cada plan que yo proponía encontraba un “pero” que le dolía decir y a mí me dolía escuchar.

Y aún así, verlo despertó algo que no sabía que seguía respirando dentro de mí. Algo que había guardado por años, contenido primero por mis circunstancias de entonces, y ahora por las suyas.
Una mezcla de ternura, deseo silenciado y una nostalgia nueva, hecha de todo lo que pudo haber sido y ya no sería.

Quedamos en vernos cuando terminara uno de sus tratamientos.
Yo pensaba —con la fuerza irracional del cariño verdadero— que debía estar para él, como él lo estuvo para mí cuando éramos casi niños sin saberlo.

Caminos truncos

Fuimos juntos a recorrer casas. Éramos los mismos compañeros de antes, pero con la madurez y las cicatrices de los años. Reíamos, hacíamos chistes, comentábamos detalles, colores, ventanales. Había entre nosotros una comodidad que sobrevivió a toda distancia.

En uno de los dormitorios, sin saber cómo, nos quedamos solos.
Vi su mirada: profunda, detenida, idéntica a aquella que me había estremecido tantos años atrás.
Se acercó despacio, con una calma que, lejos de tranquilizarme, aceleró mi corazón. Llevaba un vaquero y una camisa a cuadros; su perfume era cálido, limpio, inconfundible.

Yo, con un palazo verde y una blusa beige con una leve transparencia. Él se detuvo a mirarme como si hubiera descubierto un secreto. Sentí mis mejillas encenderse al darme cuenta de que él había notado que lo sorprendí mirando.

El cuarto era hermoso: paredes verde salvia y beige cálido, una cama amplia, muebles minimalistas, un gran ventanal que daba a un jardín silencioso. 

Mientras él avanzaba en pasos lentos, casi ceremoniales, yo retrocedía apenas, sostenida por una mezcla de deseo, recuerdo y temor. Sentí el borde de la cama detrás de mí y me dejé caer suavemente. Él tomó mi cabeza con una delicadeza que me desarmó. Su rostro se inclinó hacia el mío, y hubo entre nuestras miradas un diálogo que no necesitó palabras, una tensión antigua que por fin encontraba forma.

Rozó mi boca con la suya: un contacto apenas visible, pero tan intenso que me dejó sin aire. Era un beso lleno de años no vividos, de caminos truncos, de emociones que habían esperado demasiado tiempo para asomarse.

Cerré los ojos. Mi corazón latía con una fuerza casi dolorosa. Sentí su cercanía, su aliento, su temblor contenido. Y, con un pequeño gemido —nacido más del alma que del cuerpo—, abrí los ojos.

Él no estaba.
No había cuarto, ni agentes, ni casa que recorrer.
Solo yo.
Y mis sábanas húmedas de emoción y ausencia.

 

Despedida revelada

En ese sueño sentí todo lo que él hubiera podido hacerme sentir en vida: una intensidad que marcó en mi cuerpo la huella de lo más bello que no fue… y quiso ser.

Dos días después supe que, aquella misma noche, había venido en sueños a despedirse, antes de que su alma emprendiera el camino que ya no podía compartir conmigo.