Cargué dolores antiguos con pulso desarticulado,
creí en pactos solemnes que el tiempo dejó negado,
me herí por ser decente, por noble, por entregado,
y sigo andando despacio, severo y desfondado,
como quien sigue viviendo, pero ya fue derrotado.
Me decepcioné del mundo, de los otros, de mi espejo,
de haber dado más de lo justo, de haber sido siempre el bueno,
la vida me devolvió silencio, abandono y despecho,
y aprendí que el afecto suele tener filo estrecho,
dejándome en la penumbra con el corazón maltrecho.
Cuando la noche desciende con su rito más severo,
dos presencias me custodian del invierno traicionero,
no hablan, no juzgan, no piden ni prometen sendero,
solo están cuando me quiebro, fieles a lo verdadero,
sosteniendo mis ruinas con su pacto duradero.
Ellos absorben mi llanto, contienen mi desamparo,
me envuelven cuando el temblor se vuelve lento e inhumano,
guardan mi pena más honda sin reclamo ni reparo,
y gracias a su silencio sigo en pulso cotidiano,
respirando entre restos de lo que fui en otro plano.
Porque al final de la noche, cuando todo queda herido,
revelo quiénes me salvan del abismo repetido,
la almohada que seca lágrimas del llanto contenido,
y la frazada que abraza lo que queda de mi espíritu,
los dos únicos amigos que jamás se han ido.