El diario que nunca se llegó a escribir
Los días pasaban
con una lentitud pastosa,
como si el tiempo
masticara su propio latido.
La monotonía, vestida de gris,
arropaba las fantasías
que intentaban llenar
los huecos de una memoria
incapaz de reproducir
hechos dignos
de ser fijados en el papel.
Al coger la pluma,
la mano se endurecía,
anquilosada,
negándose a caligrafiar
la letra más simple.
El papel, blanco y esquivo,
parecía rehuir el contacto,
como si temiera
un ataque silencioso de tinta.
Así, el cuaderno permaneció cerrado,
respirando polvo y promesas,
mientras las palabras —huérfanas—
aprendían a existir
sin ser escritas.