John David

Deseo de lo inerte

Dos de la mañana con Cerati de fondo, compañero que trasciende la muerte.
¿Qué es lo que se halla fuera de las dimensiones de mi cuarto-casa?
Rosny-sous-Bois, Rotterdam, La Pampa, Moscú...
Es indiferente: este es el cubículo de la vida.
Es aquí donde trasciende la consciencia del ser.
Espacio atemporal donde se diluye la humanidad,
asincronismos del universo.

Espeso manto de oscuridad, antesala del descanso eterno
que resguarda mis penurias, mi cojeo dubitativo, mi abstracto amor.
Búsqueda constante del verbo, del humo que trasciende la vela en su decadencia,
del calor ajeno.

La silueta de los árboles marcada en el horizonte,
una suave brisa me arropa las piernas y me susurra palabras de paz al oído.
Todos mis sentidos, en armonía, desdibujan algo críptico cuando me difumino con el entorno.
Es el olor a pino, a zacate, a café.
Es el cauce de las masas de agua que parecen infinitas.
Es esa llamada que se escapa de lo etéreo, de lo superficial, de lo banal, de lo cotidiano, de lo carnal.

Y en la máxima catarsis, cuando me vuelvo un accesorio del entorno, dejo de ser humano.
No siento hambre, ni sed, ni dolor, ni tensión en el cuello.
No desfallezco por mis sombras, ni deseo lo que brilla.
Poco me importa la fuerza arrolladora del destino.
No es relevante París, ni Viena, ni Praga, ni Ámsterdam, ni San José.

Mis derrotas y victorias se transmutan en un clavo oxidado,
en un barco hundido en las profundidades del océano,
en la carcasa de un vocho sobre la avenida central.
Y me veo tentado —tentado a nunca volver sobre mis pasos—,
a permanecer como una planta que decora el pasillo,
un árbol solitario en la densa montaña, huyendo de la ansiedad de ser azotado por un rayo,
del girasol cíclico que no conoce enfermedades,
de la nube condenada a convertirse en algo más.

Pero siempre regreso, porque me debo a la responsabilidad de perpetuar mi estado humano:
sonreír cuando quiero llorar,
ser diplomático cuando solo quiero dormir,
comer cuando quiero vomitar.
El peso aplastante del ego sobre mis espaldas,
el insomnio que no conoce de misericordia.

Qué deseo más penetrante y desolador: permanecer oculto, en silencio.
El aleteo del búho, la semilla que germina y escapa al ojo consciente,
la luciérnaga y sus misterios.
Qué tentador se presenta la no existencia,
la madre de todas las carencias.

Convertirse en un maniquí, piel plasticosa y fría que no exige,
ojos falsos que le huyen a la lujuria,
carcasa vacía que no ha sido tocada por la consciencia.
Deleites de la inexistencia:
inexistencia de la agonía, del amargo té verde en el paladar,
del tiempo diluido en una persona que toma la forma de un capricho barato,
de todas las imágenes ensordecedoras que causan un terrible dolor de cabeza.

Me encantaría permanecer acá,
donde no tengo nombre,
donde no tengo que mantener una posición erguida,
donde mis palabras no son más que adornos en un escenario gris,
donde, por fin, soy incorpóreo.