MICHELLE RUIZ TOMASINI

SIN AZÚCAR

 

 

Le acepté un café sin saber

que en ese gesto mínimo

iba a comenzar una escena

que el día no tenía prevista.

 

Ella pidió por los dos.

Dos cafés breves.

Lo hizo con una naturalidad elegante,

como quien está acostumbrada

a que el mundo le responda

sin levantar la voz.

Había en sus movimientos

una educación que no era aprendida,

sino íntima.

 

Su sonrisa —

larga, abierta, persistente—

se acomodaba entre sus mejillas claras

como una luz que ha decidido quedarse.

No era un gesto decorativo:

era una forma de presencia.

 

El café llegó

oscuro, fragante,

levantando una pequeña niebla

entre nosotros.

Y en ese vapor

el tiempo se volvió más lento,

más atento,

como si supiera

que algo estaba a punto de pronunciarse

aunque nadie lo dijera.

 

—¿Azúcar? —preguntó.

 

La palabra quedó suspendida.

No como pregunta,

sino como una invitación discreta

a decir algo verdadero.

Su mirada no insistía,

pero permanecía.

Y en esa permanencia

había una cercanía que rozaba,

una intimidad sin contacto

que se instalaba en el cuerpo

antes que en el pensamiento.

 

¿Cómo explicarle

que uno se acostumbra al café amargo

cuando ha conocido otras dulzuras?

Que hay presencias

que modifican el pulso,

que afinan los sentidos,

que alteran el sabor de las cosas

sin tocarlas.

 

¿Cómo decirle

que su estar tenía temperatura,

que su silencio dejaba huella,

que su forma de mirar

era suficiente para cambiar

la manera en que el día se sostenía?

 

Tomé el café sin azúcar.

Negro.

Limpio.

Exacto.

 

Porque cuando alguien,

sin proponérselo,

endulza el mundo con solo existir,

uno aprende

a no añadir nada.

 

Eso fue lo único que pude decir.

Y aun así,

supe

que el verdadero diálogo

apenas comenzaba.

MICHELLE RUIZ TOMASINI.