No quiero admitirlo,
pero si me siguen preguntando
les acabaré confesando
qué no encontré mi camino,
no sé cuál es mi sitio.
Quizás les diga
qué mi tiempo se diluyó,
cuándo la tristeza diluvió
y disolvió mis certezas
dejando solo asperezas.
No quiero admitirlo.
Pero acabaría contestando
que los límites se difuminaron
como el carboncillo sobre el papel.
Que para mí
ya no hay bueno ni malo
ni sé lo que creía saber.
Yo. Yo me perdí
entre las sombras de lo que fui
y de lo que no llegué a ser.
Y entre esa negrura
y cierta amargura
terminé de desaparecer.
Acabaría admitiendo
que no tengo nada claro,
que solo habita una cosa en mi mente:
cuando me vaya finalmente
tengo miedo de que solo me recuerden
como una incoherencia,
una incoherencia consecuente.