Mis padres eran faros de fina estatura,
vestidos no solo de tela, sino de altura.
Irradiaban una elegancia sin esfuerzo,
como la brisa que no pide permiso
pero deja aroma a nobleza en el aire.
No aprendimos de ellos a vestirnos,
sino a bordar armonía entre los pliegues del alma.
Cada botón abrochado llevaba un valor,
cada dobladillo, una lección de templanza.
Nos enseñaron que la gracia no se impone:
se camina con ella.
Con voz serena nos legaron el arte de lo justo:
la palabra precisa, el gesto que no hiere,
el silencio que no pesa.
Nos hablaron del poder de la cortesía
como si fuera una joya antigua
que solo brilla en las manos que saben cuidarla.
Esa finura, más profunda que la piel,
no era ornamento, sino raíz.
Y hoy, cuando decimos gracias,
cuando elegimos callar con dignidad,
cuando miramos con respeto y decimos poco,
sabemos que su herencia sigue en nosotros
como un perfume que no se ve,
pero siempre nos precede.