El Corbán

LEGADO DE UNA MELANCOLÍA APRENDIDA

Hijos míos, caminé con furia tras la quimera altanera,

corrí sin aliento por sendas de gloria pasajera,

y en mi carrera frenética, absurda, tempranera,

dejé morir lo pequeño, la brisa humilde y sincera,

hasta volver mi alma frágil, opaca y prisionera.

 

Creí en doctrinas excelsas de filosofía diamantina,

en templos que prometían pureza sacrosanta y divina,

pero vi su fundamento ruinoso, su máscara mortecina,

vi a hombres miserables corromper su esencia cristalina,

y entendí que la fe del alma no la dicta voz mezquina.

 

Por eso les digo, hijos, no persigan la grandeza vacía,

no sacrifiquen su ternura por una falsa hegemonía,

no se entreguen a carreras que devoran la alegría,

pues lo pequeño sostiene la vida con callada poesía,

y sin ello la existencia se vuelve penumbra fría.

 

Si un día buscan luz, no la exijan en torre ajena,

háganla nacer en ustedes, aun en la hora más obscena,

porque la fe verdadera nunca se torna amena o terrena,

pero sí huye del orgullo, del poder y de la cadena,

y solo florece en corazones libres de culpa y de condena.

 

Guarden esto en su pecho, como mi herencia más sincera,

amen lo humilde, lo mínimo, la belleza que persevera,

y que jamás los seduzca la ambición torva y ligera,

pues la vida, mis hijos, no premia al que más acelera,

sino al que sabe detenerse cuando su alma se quiebra.