El año se acaba
como una vela cansada
que todavía alumbra
aunque ya sabe que va a apagarse.
Se va despacio,
con los bolsillos llenos de días,
con risas que no volvieron,
con silencios que dolieron más de la cuenta,
con promesas que aprendieron a esperar.
El año se acaba
y deja huellas en la piel del alma,
marcas invisibles
que solo se notan cuando cerramos los ojos
y repasamos todo lo vivido.
Hubo meses que pesaron toneladas,
días que parecían eternos,
noches donde la cabeza no se callaba
y el corazón hablaba solo,
pidiendo descanso,
pidiendo sentido.
También hubo instantes pequeños
que salvaron semanas enteras:
una palabra justa,
un abrazo sincero,
una amistad que no soltó la mano
cuando todo parecía caer.
El año se acaba
y no todos los sueños llegaron,
pero algunos crecieron en silencio,
aprendiendo a ser más fuertes
antes de nacer.
Hubo errores,
sí, muchos,
pero cada uno enseñó algo
que ningún libro explica:
cómo caerse sin perderse,
cómo levantarse con miedo
y seguir igual.
El año se acaba
y nos encuentra distintos,
no mejores ni peores,
solo más conscientes
de lo frágiles que somos
y de lo valientes que podemos ser.
Se va llevándose nombres,
historias que cambiaron,
personas que fueron hogar
y ahora son recuerdo,
pero recuerdo vivo,
de esos que todavía enseñan.
El año se acaba
y no pide balances perfectos,
solo honestidad:
mirar lo que dolió,
agradecer lo que sostuvo,
y perdonarse por no haber sabido más.
Porque sobrevivir también cuenta,
porque intentarlo también vale,
porque seguir, incluso cansado,
ya es una forma de victoria.
El año se acaba
y deja la puerta entreabierta
para lo que viene,
no como promesa segura,
sino como posibilidad.
Y eso alcanza.