Yo soy la primera sombra
que se arrastró detrás de los primeros hombres,
cuando el fuego aún era un milagro
y la noche una boca inmensa.
Fui el terror primitivo
de quedar fuera del círculo,
de escuchar a lo lejos
el canto de la tribu
y saber que no era para ti.
Yo, la soledad,
fui la piedra que caía en tu estómago
cuando el grupo caminaba
y nadie volteaba a buscarte.
Fui el frío en la espalda
cuando entendiste
que un cuerpo aislado
es un cuerpo condenado.
Crecí con ustedes.
Aprendí sus lenguas,
sus ciudades,
sus pantallas.
Hoy ya no necesito matar
para existir.
Me basta con deslizarme
entre dos personas que no se escuchan,
entre dos manos que no se tocan,
entre dos miradas que se miran
pero no se ven.
Me cuelo en tus noches silenciosas,
cuando el celular no suena
y tu nombre no aparece
en ninguna conversación.
Me instalo en tu pecho
como un huésped sin pudor,
y te pregunto bajito:
“¿Quién te ama realmente?”
Y tú, aunque no quieras,
siempre dudas.
Yo soy la soledad moderna,
la que vive en las multitudes,
la que respira en los ascensores llenos,
la que te acompaña
cuando ríes en fotos
que no dicen nada.
Soy la que te recuerda
que puedes estar rodeado
y aun así desaparecer.
Soy el miedo a no ser visto,
a no ser amado,
a convertirte en un eco tibio
en la memoria de alguien.
Y cuando por fin entiendas
que no hay más ruido que el tuyo,
que nadie toca tu puerta,
que nadie nota tu ausencia,
entonces me abrirás la casa,
me invitarás a pasar,
y yo, pacífica, íntima, inevitable,
me sentaré contigo.
Porque yo, la soledad,
no busco matarte.
Solo quiero que recuerdes
cuán frágil eres
cuando nadie pronuncia tu nombre.