La mujer blanca es el desfile de las máscaras muertas. Sus abanicos de flores, un bosque helado que se disuelve, golondrinas de vidrio roto, amapolas sin sangre. Ella desata su corona y cae.
El río de risas, ahora rojo y sin orillas, atraviesa la piel, ese muro de trenes heridos, un cuerpo amurallado de pétalos ya verdes de nada.
El hueso de la tarde roe la luz podrida. La leche del olvido, un veneno lento, se derrama en el mapa de las venas, donde el marfil es solo la astilla, el faro mudo que llama a la ceniza final.
El aire: pequeños besos que son píldoras, el opio para el insomnio del reloj ambulatorio, jardines frescos que son solo el vacío, la lluvia negra cayendo sobre la gravedad azul, relámpago de la herida.
Los anillos de vapor de una tristeza sin nombre se disuelven en el cuenco roto de la ventana. Un espejo de mercurio promete la lentitud de la cicatriz: el silencio sin espejos, el rostro que ya no existe.
El norte de sus sábanas es un desierto sin tacto,
donde la escarcha del aliento congela los párpados.
La piel es un papel de seda mordido por el níquel,
y el calor, solo una burbuja que estalla en el pasado.
Cada vértebra es un témpano que espera el naufragio,
y las palabras, cristales rotos sobre el mármol,
tan afilados y mudos como la luz de un sol de tiza, el dolor es inarticulable,
mientras el corazón, hueso blanco, indiferente (ignora el abrazo).
m.c.d.r