Noelia Beteta

Herencia del miedo

Tengo miedo,
miedo de que un corazón roto me mate,
de que su tristeza, tan feroz y tan honda,
termine buscándome como último refugio
cuando todo lo demás ya está en ruinas.

Él camina como quien carga una vida entera
de derrotas que nadie vio,
con pasos que duelen más que los silencios,
con el alma hecha un desastre
que intenta esconder detrás de una respiración cansada.

Dice que ya no vale nada,
que el mundo se volvió demasiado largo,
que lo que siente es un peso
que no eligió,
un castigo del que no puede escapar.

Se siente inválido,
no del cuerpo,
pero sí de espíritu:
como si dentro de su pecho hubiera una grieta
que crece con cada recuerdo,
con cada noche que pasa sin dormir,
con cada día que aprieta más de lo que libera.

Tengo miedo
de que su dolor sea egoísta,
de que me arrastre consigo sin darse cuenta,
de que me pida sostenerlo
cuando ni mis propios huesos saben ya
cómo mantenerse de pie.

Tengo miedo
de que un día no mida la velocidad de su
propio destino,
que la línea entre cansancio y renuncia
se vuelva demasiado delgada,
que el destino se le cruce
en forma de un conductor distraído,
de un semáforo ignorado,
de una mínima chispa de azar
que decida por él
lo que él ya no se atreve a enfrentar.

Y mientras tanto yo,
temblando bajo la piel,
tratando de contener una vida que se desmorona,
intentando ser un muro
cuando por dentro me derrumbo,
sabiendo que a veces amar a alguien
es sostener una tormenta
que te arranca pedazos.

Tengo miedo,
sí.
Un miedo que me rompe, que me quema,
que no sé dónde guardar
para que no duela tanto.

Porque todo este miedo,
todo este temblor,
toda esta carga que me estoy tragando en silencio…

es por él.

Porque al final,
después de todo,
él es mi padre.