El verano no llega: irrumpe,
entra por la ventana como un sueño sin despertador,
enciende el mundo con una sola chispa
y hace que hasta los silencios tengan luz propia.
Es la estación donde el tiempo se estira,
como si quisiera abrazar cada detalle:
el perfume tibio de la tarde,
la risa que se queda flotando en el aire,
el rumor del viento que juega con los árboles
como si también tuviera ganas de vacaciones.
Los días se vuelven una mezcla de fuego y calma;
uno despierta con el sol tocándole la cara
y siente que algo dentro también quiere despertar.
La vida se pone más ligera,
las preocupaciones parecen derretirse,
y el corazón se anima a andar sin armadura.
Las playas guardan secretos de otras veranos:
huellas que se borraron,
miradas que se encontraron sin buscarse,
promesas que el mar escuchó
y aún sigue repitiendo en cada ola.
Las noches…
ay, las noches de verano,
donde las estrellas parecen más cercanas
y la luna se siente dueña del cielo.
Allí todo es posible:
la conversación que se alarga hasta que amanece,
el pensamiento que nace sin permiso,
el deseo que florece en silencio
y se queda latiendo, suave pero firme.
En verano uno se reencuentra consigo mismo,
con la versión que no teme sentir,
que se deja llevar,
que confía en el rumbo aunque no haya mapa.
Es un tiempo para caminar descalzo,
para dejar que los pies cuenten su propia historia,
para que el alma respire sin prisa.
Y aunque dura poco,
el verano siempre deja una marca:
un recuerdo que arde dulce,
una palabra que vuelve sola,
o alguien que se guarda en el pecho
como un rayo de sol que no se apaga.
Porque el verano no es una estación:
es un estado del corazón.