Mea Culpa
(Wcelogan)Mea Culpa
(Wcelogan)
En virtud de lo que el silencio ha custodiado
y la memoria ha inscrito sin burocracia,
queda constituido el tribunal interior,
única jurisdicción donde la culpa
preside con autoridad irrevocable.
No hay estrado ni toga:
solo el alma, sentada frente a sí misma,
citada por una ley que jamás redactó
pero que late en su interior
como un mandamiento antiguo.
La culpa abre la audiencia.
No necesita palabras:
su sola presencia enciende la sala.
Los expedientes del pasado se despliegan
con el susurro de un archivo vivo,
y de sus hojas emerge ese olor
a verdad oculta y tiempo detenido
que ninguna máscara consigue domar.
Inicia la lectura de cargos.
No se trata de delitos ordinarios,
sino de transgresiones al pacto íntimo
entre la imagen que proclamamos
y el gesto que ejecutamos en la penumbra.
Cada contradicción se registra como artículo;
cada omisión, como inciso;
cada remordimiento, como cláusula
que nos revela sin adornos
y sin necesidad de elevar la voz.
La defensa habla tarde y mal.
Invoca la prisa, el temor,
la fragilidad humana como atenuante.
Pero sus argumentos caen sin eco
sobre la fría superficie del juicio.
La culpa escucha con esa serenidad
propia de quien ya sabe la sentencia,
aunque la cortesía exija oírla hasta el final.
Y declara:
que no somos culpables de errar,
sino de erigir un ideal de pureza
que nunca hemos sabido habitar.
De fabricar un rostro imbatible
mientras el verdadero —tembloroso, humano—
se retuerce detrás del velo.
Queda asentada la doble moral
como evidencia incontrovertible:
esa falsificación del yo
que ofrecemos al mundo
como obra auténtica.
Y declara, además,
que nuestra falta no es un desliz,
sino una cobardía premeditada:
el acto vil de arrodillarnos ante la apariencia
mientras dejamos morir la verdad en solitario.
No fallamos: claudicamos —
y esa claudicación pesa más
que cualquier pecado confesable.
La culpa levanta acta de lo que callamos:
las palabras que no dejamos nacer,
los deseos desterrados sin juicio,
las promesas deshechas en el aire.
Todo se consigna en un códice invisible
escrito con tinta de lucidez y desvelo,
una escritura que no borra el tiempo
ni interrumpe el sueño.
La sentencia no decreta prisión,
sino vigilia.
Una vigilia luminosa y severa
donde el espíritu debe permanecer despierto
hasta mirarse sin disfraces
y aceptar su propio barro sin vergüenza.
No hay perdón automático:
solo la lenta restauración
que nace de la honestidad verdadera.
Así se cierra el acto:
firmado por la conciencia,
atestiguado por la noche,
sellado con la marca indeleble
de lo que por fin ha sido reconocido.
Porque en su veredicto último,
la culpa no destruye: revela.
Y en esa revelación —dolorosa, necesaria—
comienza la libertad que merece un nombre propio.
En virtud de lo que el silencio ha custodiado
y la memoria ha inscrito sin burocracia,
queda constituido el tribunal interior,
única jurisdicción donde la culpa
preside con autoridad irrevocable.
No hay estrado ni toga:
solo el alma, sentada frente a sí misma,
citada por una ley que jamás redactó
pero que late en su interior
como un mandamiento antiguo.
La culpa abre la audiencia.
No necesita palabras:
su sola presencia enciende la sala.
Los expedientes del pasado se despliegan
con el susurro de un archivo vivo,
y de sus hojas emerge ese olor
a verdad oculta y tiempo detenido
que ninguna máscara consigue domar.
Inicia la lectura de cargos.
No se trata de delitos ordinarios,
sino de transgresiones al pacto íntimo
entre la imagen que proclamamos
y el gesto que ejecutamos en la penumbra.
Cada contradicción se registra como artículo;
cada omisión, como inciso;
cada remordimiento, como cláusula
que nos revela sin adornos
y sin necesidad de elevar la voz.
La defensa habla tarde y mal.
Invoca la prisa, el temor,
la fragilidad humana como atenuante.
Pero sus argumentos caen sin eco
sobre la fría superficie del juicio.
La culpa escucha con esa serenidad
propia de quien ya sabe la sentencia,
aunque la cortesía exija oírla hasta el final.
Y declara —con un golpe seco—:
que no somos culpables de errar,
sino de venerar un ideal de pureza
que jamás hemos estado a la altura de sostener.
De fabricar un rostro imbatible
mientras el verdadero —tembloroso, humano—
se retuerce detrás del velo.
Queda asentada la doble moral
como evidencia incontrovertible:
esa falsificación del yo
que ofrecemos al mundo
como obra auténtica.
Y declara, además —sin temblor, sin pausa—:
que nuestra falta no es un desliz,
sino una cobardía premeditada:
el acto vil de arrodillarnos ante la apariencia
mientras dejamos morir la verdad en solitario.
No fallamos: claudicamos —
y esa claudicación pesa más
que cualquier pecado confesable.
La culpa levanta acta de lo que callamos:
las palabras que no dejamos nacer,
los deseos desterrados sin juicio,
las promesas deshechas en el aire.
Todo se consigna en un códice invisible
escrito con tinta de lucidez y desvelo,
una escritura que no borra el tiempo
ni interrumpe el sueño.
La sentencia no decreta prisión,
sino vigilia.
Una vigilia luminosa y severa
donde el espíritu debe permanecer despierto
hasta mirarse sin disfraces
y aceptar su propio barro sin vergüenza.
No hay perdón automático:
solo la lenta restauración
que nace de la honestidad verdadera.
Así se cierra el acto:
firmado por la conciencia,
atestiguado por la noche,
sellado con la marca indeleble
de lo que por fin ha sido reconocido.
Porque en su veredicto último,
la culpa no destruye: revela.
Y en esa revelación —dolorosa, necesaria—
comienza la libertad que merece un nombre propio.