Hektor Bressot

el niño que recuerda al sol cuando bajó del cielo.

 

 

Eres el sol

que se despidió del cielo,

por la intriga

que propone el andar.

 

Bajo la niebla,

inertes aprecian, dudosos, tu pasantía;

la señalan desde el miedo,

la acogen desde la sonrisa.

 

Va allá una rebelde —susurra

un niño inocente.

Lo dice para sí,

pues sus padres

aún son incapaces de oírle.

 

Un anciano —reflejado en el joven—

toma su mano

para seguir tu travesía.

 

Allá van, rebeldes —advierten en coro

los inertes.

 

Y, sobre la calma del silencio,

una minoría decidida

acompañó tu velar.

 

Tus pasos los llevaron

a sus idílicos campos;

gracias a la luz de tu guía,

pudieron admirar su belleza.

 

Así seguías;

el cielo perdía forma,

y varios, cansados, se quedaron,

pues sus pies no daban a más.

 

El tiempo, sin volar,

te acercó a un risco;

volteaste, y ahí seguían

el viejo y el niño.

 

Suspiraste en flama,

mientras ellos abrigaban sus esperanzas

en el calor de tu rebeldía.

 

Pero eso no fue rebeldía.

No jugaban a ser rebeldes,

eran únicos.

El camino está allí, siempre;

escogerlo fue la diferencia.

 

Te acercaste a ambos y

ofreciste una marca a cada uno.

 

Al viejo, lo llevaste contigo,

en súplica de conocer tu tierra.

 

Y al niño le abrazaste el alma;

desde ella, no sintió frío más.

 

Te marchaste con el viejo,

saciada de tu curiosidad;

el niño volvió donde sus padres.

 

En su hogar, cuando la mañana

le enjuagaba los ojos,

solo, allí, se ensimismaba

escribiendo sobre ti.

 

 

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He aquí un fragmento

de su gastada libreta:

 

“Eres mí despertar, suave luz,

auténtico rocío de felicidad;

sobre la paciencia aguarda tu promesa:

ver tu cielo

el día que vuelva al risco, cercano al mar.”


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Ese niño, ahora joven,

te adora mientras vive,

pues él, con tu venia,

te muestra más de su mundo,

y tú le auguras pequeñeces del tuyo.

 

Pues eres su vida.

 

Mí vida.