tonta mente, que siempre me traicionas,
te enredas, te achicas, te quedas con migajas;
no te culpo… al final, soy yo quien te gobierna.
Y aun así, no sé qué hacer con este deseo
que insiste en llevarme hacia esa persona.
Sabes —lo sabes bien— que no es para ti,
pero te aferras, te quedas, te arrodillas
ante la ilusión que arde solo en un lado.
Elegimos, una vez más, la inestabilidad,
como si fuera un don oscuro, una habilidad torcida
que hemos aprendido a llamar “hogar”.
Y me pregunto por qué me reconozco tanto en ella,
por qué su ausencia me muerde
y su presencia me desordena.
Quizá por eso, en este absurdo de sentimientos,
sería capaz de entregar dos años de mi vida
solo para verla sonreír.