Noelia Beteta

Lo que arriesgo sin saber por qué

Hay momentos en los que te descubres
sosteniendo entre los dedos
una felicidad frágil, mínima,
como si fuera el último resto de luz
que te queda en medio del invierno.

 

Y justo entonces aparece alguien
que no termina de acercarse
ni de irse del todo,
alguien que te mira como si te entendiera
y al segundo siguiente
te deja hablando con tus sombras.

 

Sus gestos son un misterio,
sus silencios una pregunta abierta.
Y tú, sin querer admitirlo,
te ves midiendo distancias,
traduciendo señales,
buscando sentido en aquello
que nunca termina de revelarse.

 

Mientras tanto, tu vida
se va desmoronando por dentro
con la delicadeza del polvo que cae
cuando una pared ya no puede sostenerse.
No lo notas de golpe:
primero la risa se hace más corta,
luego el sueño se vuelve inquieto,
y al final descubres que tu poca alegría
tiembla como una brasa
que necesita aire y no lo encuentra.

 

Y en medio de ese derrumbe silencioso
recuerdas a Dostoyevski,
ese viejo conocedor del alma humana,
cuando decía que el dolor es señal
de que algo es real.
Y te sorprendes pensando
si esta punzada, esta duda, esta espera,
son prueba de una verdad profunda
o solo el eco de un deseo que te inventas
para no sentirte vacío.

 

Porque hay decisiones
que no se anuncian en voz alta,
que uno toma despacio,
casi sin darse cuenta:
ceder un fragmento de tu luz,
ofrecer un pedazo de tu calma,
abrir un espacio en un corazón cansado
para alguien que no sabe
si quiere entrar o solo pasar de largo.

 

Y al final, la pregunta que queda,
la única que importa,
no es sobre esa persona,
sino sobre ti:

 

¿Vale la pena entregar tus últimas certezas
a una incertidumbre que duele
y por eso mismo parece, como diría Dostoyevski,
tan real?