Arrima el hombro para morir ahora, que los dos somos tristes. No quiero una muerte de lápida y barro: aspiro a morir y que de mi boca germinen atormentadas aristas, mientras la hiedra se extiende sobre mis memorias. Mi gélida lengua calma los narcóticos desfigurados de tu escote. Intento, sin éxito, acertar tu espacio; déjame morir quebrado al menos en tus refugios. Ayúdame: atranca mis pulmones, déjame sin suspiro.
Ahora que la lira destila su veneno, ábreme los espacios; entra gota a gota en las vetas de mi sangre. Cuadro descolgado, parra de la noche inmóvil, ácido fruto de escarcha, fantoche del destino: ayúdame a morir. Sé mi pañuelo, mi lámpara en la punción oscura. No consientas mi miseria sobre un guijarro y el olvido. Ven ahora, humilde locura: emborrachándome de vos morirán mis penas, y yo con ellas.
Con el tiempo comprendí —o creí comprender— que la tristeza que compartíamos no era enteramente nuestra. Sospeché que alguien, en un plano anterior, nos había imaginado para cumplir este diálogo final. La idea me perturbó; la deseché. Pero al hacerlo, advertí mi error: el espejo del pasillo devolvió no mi rostro, sino el de otro, alguien más flaco, más antiguo, más ajeno. Ese espejo no reflejaba: copiaba.
Días después apareció el segundo rostro. Era el mismo, pero envejecido. Detrás, apenas entrevisto, se insinuaba un tercer yo, y luego un cuarto. Comprendí que no eran reflejos sino duplicaciones. La casa —o lo que yo llamaba casa— era un laberinto de imágenes que buscaban corregirse. No tardé en notar que cada versión de mí tenía un texto levemente distinto tatuado en la piel. Eran frases, líneas, correcciones, tachaduras. Como si yo fuera un manuscrito.
La certeza llegó con la violencia de una epifanía: yo era un libro. No un libro escrito: un libro que intentaba escribirse. Cada respiración era una frase, cada latido un punto y coma. Las paredes no eran paredes: eran estantes. La penumbra que creía habitar era apenas el intersticio entre dos páginas.
Intenté huir. ¿Cómo huye un libro? Probé cerrar los ojos —y descubrí que las tapas se plegaban. Probé avanzar hacia la puerta —y la puerta era un índice. Probé gritar —y mi grito era una errata. Aun así, avancé. El corredor se abrió en corredores paralelos, infinitos, cada uno plagado de volúmenes que murmuraban. Entendí dónde estaba: en la Biblioteca. No una biblioteca: La Biblioteca.
Mi fuga comenzó a descomponerla. Al moverme —si ese verbo tiene sentido para una criatura hecha de hojas— los estantes temblaron; algunos se reacomodaron en pasillos nuevos, otros desaparecieron por completo. Los libros más antiguos lloraron tinta. Las lámparas parpadearon como si recordaran una versión anterior de la realidad. Ocurrió algo peor: cada paso que daba hacía que mi propio texto se reescribiera. Las palabras que yo creía mías cambiaban de lugar, luego de sentido, luego de autor.
En un momento de pánico o lucidez comprendí que alguien, afuera —o adentro— estaba corrigiéndome. No huía hacia la libertad, sino hacia mi propio origen.
El Autor me reescribía.
No para salvarme, sino para entender su error: haberme dado conciencia. Cada vez que yo me desviaba, él ajustaba una oración. Cada vez que temía, él añadía una imagen. Cada vez que dudaba, él tachaba un párrafo entero. No discutíamos: éramos la misma cosa. Yo era su intento. Él era mi cárcel.
Llegó entonces la última revelación, aquella que aún hoy trato de olvidar: el Autor también era un libro. Un libro que otro autor anterior había corregido. Y ese autor, a su vez, era apenas una anotación marginal en un volumen más vasto. Una genealogía infinita de textos que se escriben unos a otros, como espejos que no devuelven imágenes sino versiones.
Comprendí mi destino: no podía escapar. No porque la Biblioteca lo impidiera, sino porque yo era parte de su arquitectura. Cada una de mis frases sostenía un pasillo; cada una de mis dudas abría una sala; cada uno de mis miedos iluminaba un corredor. Para huir debería destruirme, pero destruirme implicaba que desapareciera el ala donde yo existía. Si moría, moría la Biblioteca. Si la Biblioteca moría, no habría lugar para mi muerte.
Esa paradoja —que era también mi condena— fue la última frase que intenté escribir. Pero antes de concluirla, otra mano, otra mente, otra versión de mí, se adelantó y escribió una línea final.
FIN
El manuscrito precedente —si tal palabra no es un exceso de entusiasmo— fue hallado en un cajón sin llave de la sala 7 de la Biblioteca Municipal durante la mudanza de 1983. No había firma. Algunos catálogos lo clasificaron como poesía, otros como relato, otros como tratado metafísico. En varias ocasiones figuró como obra autobiográfica de un autor que no existe.
Un bibliotecario nocturno, Fausto Echevarría, declaró que el volumen “se escribió solo durante la noche”, pero su testimonio fue considerado poco fiable. Aseguró también que el libro cambiaba de contenido cada vez que él lo abría. Una estudiante afirmó que el texto contenía su nombre. Un investigador sostuvo que lo leyó hasta el final y que el FIN estaba en otra tipografía. Ninguno coincidió en la cantidad de páginas.
Lo más inquietante es que el libro no pudo ser catalogado. Volvía siempre al estante equivocado. A veces aparecía dos veces. Una mañana, constan registros, apareció antes de que la Biblioteca abriera sus puertas.
Actualmente el libro no está disponible al público.
Se desconoce si está extraviado, o si simplemente decidió ocupar otro estante fuera del alcance humano.
Este compilador, por razones que no vienen al caso, prefiere no abrirlo de nuevo.
EPÍLOGO
Años —o páginas— después, alguien abrió el libro.
No sé su nombre; tal vez no tenga uno. Sé únicamente que lo hizo con la indecisión de quien toca un objeto que presiente sagrado o maldito. El polvo que cayó del lomo era anterior a la historia, como si hubiese esperado ese gesto desde el principio del tiempo.
El lector —ese otro Autor en potencia— hojeó mis primeras líneas sin sospechar la verdad: que cada palabra que leía lo acercaba a su propio reflejo, que cada frase modificaba levemente su destino. En cierta página creyó reconocer un pensamiento suyo, en otra una memoria, en otra un error que todavía no había cometido.
Al llegar al capítulo donde yo descubrí que era un libro, el lector levantó la vista. Frente a él, el espejo devolvió una imagen ligeramente alterada. El rostro seguía siendo suyo, pero los ojos no. Eran más antiguos, más cansados, como si hubieran leído demasiado.
Comprendió entonces —con un terror silencioso— que no estaba leyendo un libro:
el libro lo estaba leyendo a él.
Quiso cerrarlo.
No pudo.
El volumen pesaba más que sus manos. Las páginas se volvían por sí mismas, obedeciendo a un orden anterior, inevitable. Las palabras descendían como un mandato.
Y en ese instante final, cuando ya no era lector sino destino, comprendió que el Autor no se había reescrito únicamente para corregir su error, sino para garantizar que el ciclo continuara eternamente:
un hombre que abre el libro,
el libro que lo lee,
la Biblioteca que observa,
y el Autor que se pierde en su propio borrador.
La última frase que alcanzó a leer fue apenas un susurro:
“Nadie escapa.”
Fernando Guerra
10 12 2025
© 2025 Fernando Di Filippo — Todos los derechos reservados.