Maquiavelo estaba leyendo,
solo, al trasluz de un peque
ño ventanuco, revisando las
notas a su magna obra, visi
tando las nutridas bibliotecas
florentinas, de mañana, a fin
de dar con el dato, con el coti
lleo más arcano de la corte y
de las anteriores cortes medici
anas, y sin estar deciso todavía
sobre quién merecía el protago
nismo —si César Borgia o Fern
ando el Católico—, ejemplo por
antonomasia de príncipe moder
no, renacentista, arrasador.
Su editor, presionante, opresor,
nervisoso por la presión del impre
sor, solo sabía dar ultimátums tra
s ultimátums, escupirle diario a la
cara la urgencia de acabar el libro,
infectándole con su aliento cercano
mientras, con la pluma entre los de
dos, se afanaba en acabar en condi
ciones este proyecto, único, eterno;
que si el impresor no podía esperar
más, que si pitos, que si flautas;
que las galeradas estaban prepara
das con sus moldes y tinta desde ha
cía dos días, que las ratas y demás ali
mañas sobrepululan en estos lugares.
El riesgo de que toda la inversión en
material de primer orden se fuera al
traste era cada vez más palpable, que
las termitas, polillas e insectos de la m
isma ralea, estaban ya sentados en sus
sillas, con las manos limpias, vestidos
para la ocasión, expectantes del
comienzo de un banquete que sería
sin duda apoteósico.
A los dos días de este testimonio, aza
caneado por su editor y animado por
mí, Maquiavelo dio por terminado el
libelo, obra corta, eterna, cuna de un
término que cobraría fortuna a poco
de su publicación en mil y quinientos
y treinta y dos; póstuma, injusta, pues
su autor no disfrutó de unas mieles ta
n merecidas; ingrata, pues se le atribu
yó a él la mala reputación, la crudeza,
de un concepto politológico que no le
pertenecía por carácter, por principios;
solo era una manera de entender cómo
debía gobernarse en una época en que
la barbarie, la guerra y la ley del más
fuerte imperaban sin contestación.
Solo era eso lo que tenía que deciros...