Despojado de todo miedo, de toda vacilación.
Con el corazón latiéndome a la altura de la garganta,
y las palmas bañadas en sudor, alcancé tu entrada.
Mi mano se detuvo en el aire al escuchar tu risa.
Oí la plenitud, la dicha en tu voz,
y allí, en ese instante, entendí que no te hacía falta, que tu vida fluía sin la mía.
El latido se hizo pausa. Y de la pausa nació una paz dulce, la alegría de saberte en paz y sonriente.
Me retiré en silencio, sin que tu alma sospechara que te había buscado.