Cuentan en el pueblo
—como quien recuerda una tormenta vieja—
que hubo una mujer que un día amaneció sin alma.
Dicen que la perdió sin darse cuenta,
entre palabras que parecían caricias
y miradas que parecían promesas,
pero que en realidad eran anzuelos
lanzados por un hombre que tenía el corazón
más vacío que un templo después de la fiesta.
Ese hombre, experto en disfrazarse de luz,
no amaba a nadie; solo se admiraba a sí mismo
como un gallo que canta frente a los espejos.
Y cuando ella cruzó su vida,
él la miró como se mira una flor para arrancarla.
En poco tiempo le robó la risa,
le quebró las certezas,
y la arrojó a un abismo tan hondo
que las noches se pegaban a su piel
como una segunda sombra.
La mujer caminaba por la casa
como si buscara algo que había olvidado en otra vida.
Ni las sábanas la reconocían.
Ni el aire sabía cómo rozarla.
Pero en algún lugar del cielo
Dios la estaba mirando
con ese silencio que antecede a los milagros.
Una madrugada —justo cuando el cansancio
ya le hacía cosquillas al pensamiento de rendirse—
sintió dentro del pecho
una brasa que no recordaba.
No era fuerza.
Era algo más antiguo:
como si el mismo Creador
le soplara el alma de vuelta.
Desde esa noche comenzó su resurrección.
Primero lloró hasta vaciarse.
Luego caminó descalza por el patio
y la tierra le devolvió el pulso.
Después habló con su propio corazón
como quien negocia la paz tras una guerra perdida.
Y un día, sin aviso,
la mujer regresó a la vida.
Regresó lenta, pero entera.
Regresó con una luz nueva
que espantó al miedo como a un perro flaco.
Las vecinas dicen
que cuando la vieron pasar por la plaza,
el aire se le apartó
como si también quisiera hacerle reverencia.
Ella no volvió a nombrar al hombre
que la había hundido.
No por miedo,
sino porque ya no le cabía en la memoria.
Solo guardó una frase —la suya, la que nadie le podrá quitar—
para recordarse de dónde la sacó Dios:
“Porque donde la sombra quiso morirla…
Dios decidió resucitarla.”
𝓜𝓪𝓿𝔂♥️
07-12-25