Hace una semana me fijé en lo pequeñitos que parecen los niños que van al cole. Durante un segundo sentí que yo seguía siendo una de ellos, con la mochila más grande que mi espalda y una sonrisa infantil que parecía no haberse ido.
Hace 6 días me di cuenta de que el tiempo pasa sin avisar, sin ruido, sin pausa, como un experto en escaparse entre las grietas de los años sin dejar que lo atrapes.
Hace 5 días entendí que ya no tengo 15 años, aunque a veces me sorprendo buscando refugio en las mismas palabras que entonces me salvaban.
Hace 4 días vi las arrugas en la cara de mi madre, y entendí que esas arrugas también me pertenecen: son el eco del tiempo pasando sobre mí, sobre ella, sobre todos.
Hace 3 días comprendí que algunas puertas empiezan a cerrarse despacio, suavemente, como quien susurra que ya no es el momento.
Hace 2 días sentí que tengo que empezar a jugar a ser mayor, aunque no conozco las reglas ni estoy segura de querer aprenderlas.
Hace 1 día me di cuenta de que ya no veo al boa y al elefante, y cómo me pesa eso.
Ya nadie me pregunta qué quiero ser de mayor; quizá porque esperan que ya lo sea, quizá porque creen que ya lo soy.
Ya no me quedan dientes que esconder debajo de la almohada.
Ya no viajo detrás en el coche: ahora conduzco yo, aunque a veces desearía que el mundo siguiera viéndose desde el retrovisor, donde todo parecía más simple, más pequeño, más mío.