Es curiosa la sensación de paz que deja liberarse de algo.
No llega como una explosión,
ni como un fogonazo de luz,
más bien aparece como una brisa tímida que se cuela entre las costuras del día.
Al principio ni te das cuenta,
sigues con tu ritmo,
con tus pensamientos enredados,
como quien arrastra un peso que ya ni siente, ni padece.
Sin embargo, mientras caminas,
notas que respiras de otra manera.
El aire entra más adentro,
como si hasta entonces te faltara un hueco escondido en el pecho.
En ese momento comprendes que algo se soltó, que una pieza que no encajaba,
por fin, cayó al suelo sin hacer ruido.
Y no duele.
Al contrario, alivia.
Entonces observas tus manos,
tan acostumbradas a sostenerlo todo,
y descubres que ahora respiran libres,
abiertas a otra cosa.
Quizá a nada, quizá a todo.
No sabes muy bien que vendrá después,
pero tampoco importa demasiado.
Sabes que aún quedan sombras,
que no todo está resuelto,
pero cada paso tiene ahora un espacio nuevo donde sostenerte,
dejando que el viento te acaricie de otro modo...
Y avanzar tranquilamente.