El tiempo me recibe en la estancia
con su mano tendida en el polvo.
Hay un halo de luna atrapado
en las viejas telas de la infancia.
La tristeza de junio se agolpa
y anuda lágrimas en los ojos
deshilados y hondos de la alfombra.
Pongo mi cansancio en una silla
y desde la escena de su enfado
escucho que gruñen las polillas.
La mesa está en un negro letargo
y en su brozna madera hay un plato
rebosante de gusanos secos.
La tarde es un brote de ictericia
-con su lengua enferma en las paredes-
El salitre abre su grande boca
devorando pintura y ladrillos.
Hay escobas conversando, tristes,
en un lenguaje que araña el suelo,
puestas en el sitio más ocioso
de un caído cobertizo en ruinas.
Hay cierta nostalgia en el ambiente,
como lloriqueo de fantasmas
o una mataperrada de duendes:
voces ocultas en esta casa.
La humedad es una ancha lágrima
que deja su aroma en los camastros.
La herrumbre es una costra pegada
en los tímpanos del crepúsculo.
Hay una puntualidad de sombras.
Oigo un sollozo conteniéndose,
encerrado en objetos inertes:
es la hora solemne de los muertos.
¡Oh, almas del purgatorio!
Reuníos en torno a este abandono
-cobijo decumbente del polvo-
y guardad para siempre las horas
que el tiempo aprisionó en esta casa.