LOURDES TARRATS

EL ROCE ETERNO

 

Fue su vida colorida,
su belleza lo exigía.
Caminó por mil senderos,
con amantes pasajeros,
pero nunca abrió el secreto
de entregarse sin medida.

El miedo la vestía.

Tal vez aquel hombre extraño,
que le pasó por el lado
una tarde de verano
y rozó, sin saberlo,
su desnudo brazo.

Ella levantó sus ojos hermosos
para mirarlo un instante.
Su corazón latió con fuerza,
sintió el temblor de un volcán
antes de la erupción,
como un relámpago oculto
que pedía romper la calma.

Ese roce la marcó para siempre:
fuego secreto bajo la piel,
tatuaje invisible,
memoria ardiente
que regresaba en la noche,
cuando los cuerpos pasajeros
no lograban borrar su huella.

En cada encuentro,
en cada abrazo ardiente,
cuando la carne de sus amantes la buscaba
como llamas en la penumbra,
ella no pensaba en ellos,
sino en aquel extraño,
en el roce efímero de su brazo
aquella tarde de verano.

Ese instante breve resucitaba
con furia en su piel,
como volcán contenido,
como deseo imposible
que incendiaba su memoria
más allá de toda caricia.

Y pasaba el tiempo,
entre champagne y alientos,
rosas sin espinas,
las únicas que aceptaba.
Pero al mirarlas con tristeza
pensaba en aquel hombre extraño,
en aquel solo y breve roce,
aquella tarde de verano.

Así siguió su vida colorida,
llena de aventuras y espejismos,
pero con un vacío intacto:
la cicatriz ardiente de un amor
que nunca vivió,
pero que la habitaba
como un secreto eterno.

Así pasaron los años,
la luz comenzó a extinguirse,
y en el umbral de su último aliento
acarició aquel brazo,
el que guardaba la huella secreta
de un roce efímero,
aquella tarde de verano.

El silencio la envolvió entonces,
y en ese gesto breve
resucitó toda su vida:
no a sus aventuras, no a los espejismos,
sino al amor que nunca se permitió,
pero que ardía aún,
como un secreto eterno.
Aquel roce leve
en su desnudo brazo,
aquella tarde de verano.

No la dicha. No el nombre. Sino el destino.

—L.T.

12/4/2025