No conviertas la ingratitud ni el rencor en hábitos: son sólo modulaciones del tiempo, accidentes en el flujo de la conciencia. No hay culpables; hay movimientos.
Todo se pierde y nada se obtiene porque no hay un “todo” ni un “nada”: sólo la sucesión de estados que llamamos vida. Los afectos no son posesiones, sino configuraciones momentáneas del ser. Rechazarlos es rechazar una parte del propio diseño.
Quienes aman y quienes envidian participan de la misma trama. La envidia es un reconocimiento sin admitir y el odio, una forma primitiva de identificación. Atenderlos es reconocerse en ellos, como quien percibe su imagen en un espejo ajeno.
El destino —si existe— se manifiesta en impurezas que no son errores, sino condiciones necesarias para que un individuo sea ese individuo. Lo impuro es constitutivo: ignorarlo sería negar la propia figura.
La sinceridad con uno mismo no es virtud, sino congruencia entre el observador y lo observado: una equivalencia momentánea en un sistema inestable.
No renunciar, no entregarse, no deponer: no por valentía, sino porque no hay un segundo yo al cual cederle la tarea. La vida dada no tiene reemplazo; es un trayecto que únicamente puede cumplirse.
El fin se aproxima —siempre— y no tiene rostro. La muerte contempla como una presencia sin intención: un límite lógico.
La decisión final no es moral: es una resolución del organismo. “Corazón”, aquí, es un nombre para el ritmo que sostiene la ilusión del yo. Si cesa, cesa el relato. Nada más.
Y sin embargo, en el vasto mecanismo del tiempo circular, la forma puede repetirse en otra materia. No es resurrección: es recurrencia. No es reencuentro: es reconocimiento.
Si alguna vez vuelvo a encontrarte —en otra estructura, en otro diseño— no será porque me escuchaste, sino porque todo vuelve con ligeras variaciones, y ese retorno también es parte del orden.
Fernando Guerra
04 11 2025