Ayer, sin más, me puse a andar.
No buscaba nada,
pero el aire parecía saber algo que yo aún no entendía.
Di unos pasos y el silencio cambió de color,
como si alguien hubiera movido un mueble
dentro del mundo.
Las aceras tenían un brillo diferente,
y cada sombra parecía ofrecerme una historia a medio usar.
No había destino, ni motivo, ni siquiera prisa.
Solo esa sensación imperturbable de que,
cuando uno camina sin rumbo,
algo, lo que sea,
siempre termina por responder.
Y así seguí, tranquilo, casi cristalino,
hasta que comprendí que quizá no era yo quien avanzaba, sino el día,
empujándome suavemente hacia alguna verdad que aún no se había atrevido a decir mi nombre.