No puedo dormir. Hay noches en las que tu nombre pesa más que el silencio, y mi alma late como si quisiera salirse del cuerpo para ir a buscarte.
Te amé con una intensidad que a veces me asusta.
Te amé con esa entrega que nace una sola vez en la vida,
cuando el corazón reconoce algo que la razón no entiende.
Y aunque tú llegabas rota, envuelta en tus sombras,
yo veía luz en cada parte tuya que intentaba ocultarse.
Me abrazabas con un fervor que no sabía fingirse.
En tus brazos encontraba un refugio que nunca tuve,
y por un instante creía que el mundo podía detenerse ahí,
donde tu respiración y la mía se mezclaban como si fueran una oración antigua.
Pero también me heriste.
No con golpes, sino con ausencias,
con ese ir y venir que dejaba moretones invisibles en mi alma.
Con promesas que tocaban mi piel como caricias
y se desvanecían cuando intentaba sostenerlas.
Aun así, me quedé.
Me quedé porque tu dolor llamaba al mío,
porque tus heridas hablaban un idioma que mi corazón reconocía,
porque había algo en ti —algo triste, algo hermoso, algo profundamente humano—
que me hacía querer sanarte aunque me desgarrara en el intento.
Te amé sin condiciones, sin medidas, sin miedo a perderme.
Me entregué creyendo que algún día tu alma entendería la mía,
que tus manos aprenderían a quedarse,
que tu amor dejaría de temblar.
Pero sigues siendo ese huracán que besa suave y destruye hondo,
esa contradicción que me hace sentir viva y, a la vez, me apaga.
Y yo… yo sigo ardiendo por ti,
como si mi corazón no supiera amar de otra manera.
Esta noche, mientras el mundo duerme,
yo escribo lo que nunca dije en voz alta:
que eres la herida más hermosa que he conocido,
el amor que se siente como un milagro y como un incendio,
la historia que me quiebra y, aun así, no sé dejar ir.
Y aunque duela, aunque arda, aunque me rompa…
mi alma sigue latiendo hacia ti.