No sé en qué momento dejé de temerle a ese monstruo que dejaste dentro de mí, quizá fue la noche en que lo sentí moverse con una lentitud casi humana, como si estuviera buscando un sitio más cómodo entre mis órganos, escogiendo un rincón donde seguir pudriéndose sin prisa, hubo un instante en el que creí que iba a hablarme, que abriría la boca a través de mi carne y me diría que ya no era tu ausencia, que había aprendido mis gestos, mi ritmo, mis sombras y que ahora respiraba con un lenguaje propio.
Es extraño: ya no lucho contra él, me limito a escucharlo cuando despierta, cuando se arrastra por detrás de mis costillas como un dedo frío que exige silencio. Hay noches en las que su respiración coincide con la mía, como si quisiera enseñarme a recordar sin romperme o a romperme sin recordar, otras veces gruñe, golpea y me muerde por dentro, como si sospechara que por fin estoy aprendiendo a vivir sin ti y no pudiera soportarlo.
He descubierto que no es solo un eco, sino una habitación que nunca supe que tenía, una cámara oscura donde te quedaste detenido, donde sigues sangrando sin desangrarte, donde el tiempo se queda atrapado como un animal herido que no encuentra salida. Cuando entro ahí, porque entro aunque duela, te veo sin verte: eres un cuerpo doblado sobre sí mismo, un lamento con forma, una herida que palpita sin descanso.
Y aun así hay algo más perverso: a veces creo que te estás transformando, que tu rostro se disuelve, que tus bordes se mezclan con los míos, que poco a poco dejas de ser tú para convertirte en una criatura que solo entiende el idioma del dolor.
Y entonces lo comprendo: no me habitas porque no sepas irte, me habitas porque aprendiste a quedarte con todo lo que dejaste roto, no eres ausencia ni recuerdo, eres el instrumento que toca mi propio desgarro, una música enferma que late bajo mi piel y me recuerda que algunas despedidas no se van; mutan, sobreviven y se alimentan de lo que intento salvar.
En esa mutación, en ese rito silencioso, descubro que ya no te lloro: te cargo, te arrastro, te escucho contra mi pecho como si fueras un corazón prestado, uno que nunca debí aceptar pero que ahora late con la precisión cruel de lo inevitable.
Y yo, atrapado en esta vigilia oscura, solo atino a seguir caminando con tu sombra cosida a mis huesos, aguardando el día en que este monstruo que ya no es tuyo ni mío decida por fin devorarme del todo o liberarme con un último mordisco.